La ilustración es la misma que salió en el número 277 de la revista Axxón, y pertenece a Carlos Daniel J. Vázquez
Un jardín en Nueva Kybartai
Al repasar el trágico
destino de Sergei Adamov, vienen a mi memoria esos cuadros donde se aprecian
planos superpuestos que exhiben los estados sucesivos del pensamiento. También
asocio lo ocurrido con las ilustraciones que tienen, camuflados entre el
paisaje, rostros y figuras que a menudo pasan desapercibidas.
Sergei vio algo que el
resto de las personas no fue capaz de percibir, aunque, en este caso, la imagen
escondida o en un segundo plano no estaba en el propio dibujo, sino en su
mente. Lo que él contempló aquella tarde en las cuevas de Kazanjira, se fundió
con un recuerdo, y entonces, frente a la revelación de esa nueva estructura,
fue víctima de sus peores miedos. Cuando bajó la vista ya era demasiado tarde,
porque había visto lo que no deseaba, y comprendió que nada podría impedir el
final tan temido. Ahogó un grito, se llevó una mano al corazón, cayó al suelo y
dejó de respirar. Tenía veintisiete años, fue el segundo antropólogo fallecido
en el mes.
¿Por qué algunas personas
tienen un talento natural para los dibujos realistas? ¿Cómo es posible que
puedan dibujar seres humanos perfectos sin utilizar modelos o haber estudiado
anatomía? ¿Es el pulso? No, eso podría explicar que las líneas sean seguras,
sin cortes, pero no la exactitud de las proporciones. ¿Es entonces por la
memoria? No precisamente, es algo distinto que se define como un alto Índice de
Percepción Estructural. El Índice de Percepción Estructural mide la
capacidad de reconocer, retener,
completar y crear estructuras complejas. Es una cualidad innata, si bien puede
desarrollarse con entrenamiento. Un talento que se puede encontrar en
destacados músicos, lingüistas, matemáticos, ajedrecistas, entrenadores de
equipos deportivos o expertos en códigos, por solo poner unos ejemplos. Sergei
Adamov era uno de los mejores. Como antropólogo y especialista en arte, se
había dedicado al estudio del arte de origen alienígena que la humanidad
encontró tras la colonización de Ganímedes. Su libro "Introducción al arte
ganimediano" es una muestra de su pericia en este campo.
Sergei descubrió que los
ganimedianos tenían una "matriz artística" que no parecía diferir
demasiado de la humana. Así, llegó a la conclusión de que los templos eran una
imagen del cosmos y del ser, y que, en términos generales, así como ocurre en
el arte islámico tradicional, los ganimedianos preferían el arte geométrico
frente al naturalista para garantizar de un modo más claro la transmisión de
símbolos.
El arte elitista es
sintomático de la falta de cohesión social, o dicho de otro modo, de una
sociedad que no es feliz. Por el contrario, el arte ganimediano era popular y
sagrado al mismo tiempo. Inseparable de la labor artesanal, suponía una genuina
vía de realización para las personas que lo creaban o disfrutaban.
Sin embargo, nada de lo investigado le
permitió a Sergei saber qué había sucedido con aquella fantástica civilización.
Cuando los humanos, hace ya cien años, llegaron con sus cohetes a Ganímedes, se
encontraron con un satélite deshabitado. Ni los templos (únicas construcciones
que sobrevivieron a esta civilización), ni las pinturas, ni los distintos
objetos hallados permitieron saber qué
había sido de los ganimedianos. Parecían haberse evaporado. Lo peor de todo, es
que nadie sabía cómo eran. Los investigadores conjeturábamos que tenían forma
humanoide, pero ignorábamos qué tan distintos a nosotros podían llegar a ser.
Por otra parte, algunos símbolos, de difícil interpretación, sugerían la
posibilidad de que los ganimedianos albergaran la creencia de un supramundo
llamado "el reino" que les estaba destinado. Respecto a la naturaleza
de este mundo mítico, sin embargo, las opiniones estaban divididas: unos creían
que era un equivalente del paraíso, otros del infierno. Yo mismo aún no había
logrado decidirme.
La sede del CEPE (Centro de
Estudios de Percepción Estructural) se hallaba en Nueva Kybartai, pero no
dependía de la Unión de Repúblicas Eslavas ni de ningún otro país, sino de la
Liga de las Naciones, y había sido concebida como parte de un programa macro de
desarrollo humano. El edificio, enclavado en la cima de una meseta, tenía tres
pisos, era de ladrillos a la vista y estaba rodeado de álamos y setas. Allí
trabajaba una decena de funcionarios cuyas tareas consistían básicamente en recopilar
información y realizar test y mediciones de Percepción Estructural a hombres y mujeres llegados desde distintas
partes del satélite.
Desde la terraza se
tenía una visión panorámica de las verdes colinas de Nueva Kybartai en las que
vivían los funcionarios del centro. Las casas eran de una planta y habían sido
construidas con paredes de ladrillos y techos de tejas. Todas disfrutaban de un
jardín y algunas de huertas o árboles
frutales. En el este estaba el parque eólico que proveía de energía a toda la
zona, y en el oeste, un lago en el que se veían patos y garzas.
Nueva Kybartai,
alejada de la pobreza, el hacinamiento y el bullicio de las ciudades, el humo
de la política y los estruendos de la guerra, era un verdadero remanso. Un
espacio pequeño creado para favorecer la labor de los investigadores. Pero para
mí, era mucho más que eso. Había visto a los ingenieros, a los artistas y a los obreros llegados desde los distintos
planetas, satélites y planetoides de la Confederación, poner su talento y su
sudor para crear aquel proyecto de la nada. Al principio era un páramo, luego
empezó a llegar la tierra fértil, las plantas, los animales, las instalaciones
sanitarias y eléctricas, los generadores eólicos y cada ladrillo, cada cristal,
cada madera y cada ser humano.
Siempre que
contempla las colinas de Kybartai sentía emociones encontradas. Si bien
disfrutaba de la serena belleza del paisaje, no podía dejar de recordar que,
más allá de los límites de esta localidad, el mundo era algo muy distinto. Por
eso, dependiendo de mi ánimo, Nueva Kybartai podía ser una esperanza o una
excepción. Y sobre todo a determinadas horas, cuando el día simulaba deterse,
yo experimentaba una abierta melancolía.
Una semana después del fallecimiento de Sergei Adamov, decidí visitar a
la viuda. Aunque no deseaba molestarla, como director del CEPE yo tenía la
obligación de investigar el asunto. Si Sergei había dejado algún documento que
nos permitiera acercarnos a los ganimedianos, debía conocerlo.
Podría haber utilizado la motocicleta o el propulsor a chorro portátil,
pero en los últimos tiempos me había aficionado a la bicicleta. A mis sesenta
años era un buen ejercicio, y me hacía sentir en paz con la naturaleza. De modo
que tomé el vehículo, descendí la pendiente,
y comencé a recorrer los sinuosos caminos de tierra que se dibujaban
como un laberinto entre las colinas.
El aire estaba en
calma y unas nubes largas sesteaban en el cielo plomizo.
A esa hora, Nusch Moulian debería estar cuidando de sus rosas o
tocando el piano, siempre y cuando tuviese ánimos. Todo había sido muy duro
para ella. También para mí, porque conocía al matrimonio bastante bien. Nusch y
Sergei habían ingresado al CEPE con diecisiete y diecinueve años de edad.
Ella era ciega de
nacimiento, pero lo compensaba con un oído extraordinario y una capacidad
innata de orientación. Al verla caminar con esa seguridad y ese aire de nobleza
que la caracterizaba, nadie advertía su ceguera. Era una joven decididamente
hermosa, con un cuerpo esbelto, un rostro delicado y largos cabellos rubios.
Pero lo más llamativo en ella eran sus increíbles ojos azules, bellos como un
sueño detenido en el preciso instante en que rogamos que no se detenga.
Sergei llegó al
centro una semana después que lo hiciera Nusch. Era un joven bondadoso, algo
desprolijo, flaco y desgarbado, y estaba dotado de una voz tersa que inspiraba
confianza. Tenía talento para las imágenes, podía relacionar un dibujo
cualquiera con otro que había visto hacía cinco años o más. Aún no teníamos muy
claro cómo, pero su mente le avisaba de las relaciones estructurales.
La atracción entre
ambos fue inmediata. Él se enamoró de la belleza de la joven, y ella de su voz.
Durante varios días, instalado en la comodidad de la terraza del CEPE, con una
humeante taza de café entre las manos, tuve el placer de presenciar el fino
trabajo de seducción que ella ejerció sobre él. Aunque se movía con una
destreza que envidiaría incluso un vidente, se las ingenió para que Sergei se
ofreciera a sacarla a pasear por las verdes colinas de Kybartai. Así los vi,
tomados del brazo, ambos vestidos de blanco, (él con chaqueta y pantalones de
vestir, ella con ancho sombrero, sombrilla y vestido solariego) deslizarse por
las curvas del paisaje, casi ingrávidos en las luminosas mañanas. También solía
verlos bordear el lago en una bicicleta de dos asientos, en el hall del
edificio, en la cafetería; cualquier entorno se volvía el marco perfecto a sus
gestos o palabras. Lo más divertido del caso es que Sergei creía que él era el
seductor, cuando en realidad no hacía otra cosa que cumplir con los pacientes
planes urdidos por Nusch. Algunas noches, sin embargo, después de las cenas que
tenían lugar en el comedor de CEPE, Nusch se sentaba al piano y con su
exquisito arte seducía sin pudor a los presentes. El instrumento le obedecía
sin protestar.
Más allá del afecto
que los unía, sus respectivos talentos resultaron complementarios. Apenas dos
años después de ingresar al centro, Sergei logró armar un reproductor de música
sacra ganimediana que funcionaba con rodillos de cobre; dos meses más tarde
Nusch descubrió una serie de mensajes ocultos en una de esas piezas
instrumentales. Sustituyendo las notas por fonemas (lo poco que conocíamos
gracias a algunas inscripciones en piedra) llegó a identificar un mantra que
rezaba: "El reino espera".
Tres años después
de conocerse, Nusch y Sergei contrajeron matrimonio.
Sergei Adamov era
consciente del peligro que corría. Durante tres noches, había soñado con un
dibujo geométrico que le producía un terror que cualquier otra persona hubiese
calificado de irracional. En el mismo sueño, recibía un mensaje perturbador:
esa figura, similar a un mandala, era un portal a otra dimensión. Sin embargo,
la estructura no estaba completa, era apenas una parte de otra mayor. Sergei
vivía con el constante temor de encontrarse
en la vigilia con otro dibujo que completara el del sueño, porque ese día, afirmaba, su alma sería arrastrada
al reino de los ganimedianos.
Tres meses atrás, había
mantenido una conversación con Greil Sanders, otro antropólogo también dotado
de un alto Índice de Percepción Estructural. Los dos habían tenido sueños
similares y sabían lo que podía ocurrir. Cuando, a principios de mes, Greil
falleció de un paro cardíaco mientras contemplaba una reproducción del libro
"Introducción al arte ganimediano", Sergei no tuvo dudas de que él
sería el próximo en ser transportado. Había adelgazado, y se lo veía alterado y
temeroso. No sabía qué hacer, ni cómo evitar algo que no era capaz de prever.
La figura, que debía fusionarse en su mente con la que ya había soñado, podía
aparecérsele en cualquier lugar o medio: una pared, una revista, una vasija; no
había modo de protegerse de algo así.
Él no me había aportado
datos del mundo que lo aguardaba tras el portal, y mi ignorancia en ese sentido
era total, pero a juzgar por la desesperación que lo embargaba, debía tratarse
de un sitio terrorífico en el que la demencia más absoluta desplegara su
obsceno baile de máscaras. Quizá, por ser el hábitat de alienígenas, la profundidad
del horror que allí lo aguardaba ni siquiera podía ser concebida por los seres
humanos.
Un día, en el colmo de la
desesperación, me contó que había estado a punto de provocarse una ceguera
permanente. Sin embargo, la consciencia de que él era "los ojos de
Nusch" lo había hecho desistir. Dos días después de esta confesión,
ocurrió el episodio que le provocó la muerte.
Yo no había incluido su
nombre en la lista de los antropólogos que debían investigar un pasaje recién
descubierto en las cavernas de Kazanjira, pero tampoco hice nada por evitarlo.
Podría haber hecho una llamada telefónica, pero consideré, como seguramente lo
hizo el propio Sergei, que la posibilidad de que algo malo ocurriera era
remota.
Un día después de su
muerte, un dirigible me condujo a Kazanjira. Con ayuda de algunos técnicos,
hice el mismo recorrido que la expedición anterior, deambulé por las sinuosas
galerías que se abrían en la roca, y finalmente llegué hasta el lugar exacto
del fallecimiento. El fresco que le había arrebatado la vida a Sergei ocupaba
el centro de la pared del fondo de la cueva. Se trataba de un mandala circular
de aspecto imponente, de tres metros de radio, ilustrado primero con círculos
concéntricos y luego con rectas que se cruzaban para delinear cuadrados, triángulos
y otras formas compuestas. Sin embargo, parecía evidente que no estaba
completo. En algunos lugares era posible prever las líneas que faltaban, en
otros, sobre todo en el centro, resultaba imposible.
Al contemplar el orden de
los colores del mandala (rojo, naranja, amarillo y blanco, desde la
circunferencia hacia el centro) tuve una imagen del terror que, como un vértigo
creciente, debió apoderarse del rostro y el alma del muchacho. Si mi presunción
es correcta, Sergei fue arrastrado de un modo feroz hacia un vórtice que solo
él podía ver, y nunca, en toda su vida, se sintió tan solo y vulnerable.
El aroma de las
colinas despejó los pensamientos oscuros de mi mente. Continué pedaleando de
modo mecánico por los caminos de tierra, pero ahora intenté concentrarme en lo que debía hacer.
La casa de Nusch
Moulian estaba a la vista. Había sido construida con el mismo molde que todas
las que poblaban Nueva Kybartai: paredes de ladrillos, techo a dos aguas de
tejas de un color café que hacía juego con la puerta de madera y las persianas
enrollables, un frente de unos diez metros de largo por cinco de ancho en el
que la mayoría había plantado un jardín, y una cerca baja, también de madera. Y
sin embargo, en cada visita que le realizara, yo había sentido que esa casa era
distinta al resto. Es cierto que tenía las mejores rosas de Nueva Kybartai, y
que hasta el pasto parecía más verde, y que la propia construcción se veía
mejor conservada e incluso más resplandeciente, como si la luz del sol la
alcanzara de un modo privilegiado, pero todo esto no bastaría para explicar esa
brisa fresca que, al acercarme, yo sentía soplar sobre las cortinas de mi
propio espíritu. Había algo más, sin duda, y probablemente tuviese que ver con
el saludable hecho de que dos personalidades diferentes pero compatibles se
hubiesen unido para darle un sentido preciso a la palabra hogar.
En contraste, a
unos doscientos metros de distancia y bajo la sombra de unas nubes, se veía la
casa del difunto Greil Sanders. Era lúgubre y estaba desocupada, Greil siempre
había vivido solo.
Bordeé una loma y
luego inicié un descenso por un camino que habría de dejarme en la entrada de
la vivienda de Nusch.
Encontré a la mujer
en el rosal, con unas tijeras en las manos.
Ella recordó el
sonido de mi bicicleta y dijo con su voz segura y cálida:
—Buenas tardes,
director.
—Buenas tardes, Nusch
—respondí al tiempo que me apeaba del vehículo y abría el portón de madera.
El jardín se distribuía en
tres canteros grandes que ocupaban el
ala derecha del frente de la casa. Las rosas, abiertas o en pimpollos, pero
siempre saludables y luminosas,
alcanzaban más de un metro de una altura. Los tallos rectos y la armonía
del conjunto daban cuenta de un esmerado
trabajo de jardinería. Cualquiera hubiera dicho que era un milagro que una
persona ciega fuese capaz de crear aquel deleite para la vista, y con razón.
Pero, después de todo, el grado de identificación entre el creador y su obra
era tan natural que yo no podía pensar en el jardín sin pensar también en
Nusch, como si éste fuera una extensión de sus encantos.
El exquisito y tenue
perfume flotaba como una ilusión. De haberlo deseado, podría haber seguido ese
rastro como si cogiera un hilo para perderme entre las brumas de un tiempo
mejor.
Nusch seguía siendo muy
hermosa: alta, delgada, de piel fresca y rasgos delicados. Llevaba el rubio
cabello atado en un moño, y en su rostro claro, bajo las exactas cejas negras,
resaltaban sus inefables ojos azules. Tenía veinticinco años, pero su apostura
serena y elegante la hacía parecer mayor. Lucía vestido y sandalias blancas.
Las manos de Nusch se
movían como una brisa entre las rosas. Nunca había visto en su piel el mínimo
rasguño. Cuando me acerqué para saludarla, vi que seguían inmaculadas.
Me invitó a pasar al
interior de la casa. Caminaba con la frente en alto, sin perder un ápice de la
serena majestad que le conocía. Ni siquiera el dolor producido por la muerte de
su esposo había logrado socavar su dignidad.
Cuando ingresamos al living
comedor, ella puso las flores en un jarrón.
—¿Puedo ofrecerle una taza
de té?—preguntó.
—No deseo causar molestias.
—Por favor, director, ya
hemos pasado por esto —sonrió.
—Está bien, pero solo si me
acompañas.
Ella se dirigió a la cocina
y puso agua a hervir.
Como siempre me sentí un
tonto frente a una mujer ciega que hacía todo el trabajo, pero no tenía opción.
Una vez había cometido el error de sugerir que sería mejor que yo preparara el
té, y ella me había hecho saber su opinión.
Con las manos en los bolsillos
del pantalón, miré en derredor.
La luz mortecina de la
tarde que entraba por las ventanas le daba al piano, a los muebles de madera y
al mantel verde un tono apacible. Todo estaba limpio y ordenado, y en el aire
flotaba el perfume de las rosas que Nusch acaba de cortar. La casa no parecía
haberse enterado del fallecimiento de Sergei. Quizá esta sea una de las cosas
más desconcertantes de las pérdidas: la apariencia de que todo sigue igual.
Allí, de pie en el comedor, veía las puertas del baño, del dormitorio y la de
los dos estudios: el de Nusch y el de Sergei. Nada hacía pensar que esa última
no podía abrirse en cualquier momento para que él saliera en mangas de camisa,
con los cabellos revueltos y una sonrisa en el rostro.
Respiré hondo y procuré concentrarme
en lo que me había llevado hacia esa casa. El estudio de Sergei parecía
llamarme. Estaba casi seguro de que en el interior de esa habitación podría
encontrar una respuesta. Un dibujo, un esquema, un texto explicativo, lo que
fuese debería estar aguardándome allí. Me debatía entre el deseo de abrir esa
puerta y la necesidad de respetar los tiempos que la situación requería.
Nusch colocó una bandeja en
la mesa y sirvió el fragante té de manzana.
—Gracias —dije cuando
recibí mi taza.
Me sentí incómodo. Quería
preguntarle cómo había estado, pero sin hacer una pregunta tan obvia que solo
podía tener una respuesta posible. Y no preguntar nada tampoco era una opción.
—Antes de que me lo
pregunte, director, —señaló con calma— he estado bien, tan bien como es posible
estar en estas circunstancias.
Miré las flores y dije tan
solo para no entrar de un modo abrupto en el tema de fondo:
—Veo que no descuidaste las
rosas.
—Él decía que lo hacían
pensar en mí —explicó—. Sostenía que el color de la rosas tenía una estructura
de frecuencia vibratoria que se parecía mucho al ritmo de mi respiración.
—Vaya, sería un caso más
que extraordinario de Percepción Estructural —consideré con seriedad.
Nusch sonrió.
—Director...— señaló con un
tono que se compadecía de mi ingenuidad—. Yo nunca creí que eso fuera cierto,
pero fue hermoso que él me lo dijera.
—Claro —sonreí. Bebí otro
sorbo de té. Junté ánimos y dije: —Nusch, no sé si es el momento oportuno, tal
vez ni siquiera exista ese momento...
—Puede preguntar lo que desea,
director; lo peor que podría haber pasado ya pasó.
Pensé, y no me equivoqué,
que bajo aquella imagen serena había una mujer que hacía un gran esfuerzo por
no desmoronarse. Podía sentirlo. No puedo explicar cómo, pero lo sabía, y la
admiré por ello.
—Los dos sabíamos que esto
iba pasar. El dibujo que Sergei vio en la cueva de Kazanjira se fusionó en su
mente con una imagen que había soñado. Ahora, tengo que hacerte una pregunta
muy concreta: ¿sabes si él llegó a dibujar la imagen del sueño?
—No lo sé, él no me lo
dijo. Los últimos días casi no hablaba —explicó ella. Hizo una pausa y añadió:
—Pero puede usted revisar su estudio, supongo que ha venido para eso. Está sin
llave.
Como siempre, Nusch parecía
estar un paso adelante de mí.
Comencé a ponerme de pie.
El ruido que hice con la silla me dio la medida de mi torpeza. No quería que
fuera así. Hubiese deseado que la conversación se deslizara hasta el momento de
abrir la puerta, pero no supe cómo hacerlo, nadie nos educa para la muerte.
—Solo será un momento
—dije, y me dirigí al estudio.
Nusch no se levantó del
asiento, pero sentí, aunque suene ridículo, que sus ojos ciegos se posaban en
mi espalda.
Giré el pestillo y entré.
El estudio de Sergei estaba
en la habitación más pequeña de la casa, pero allí tenía lo necesario: un par
de bibliotecas que ocupaban sendas paredes (en su mayoría libros de arte y
antropología), y un escritorio con una máquina de escribir, fardos de hojas, un
lapicero, pinceles, cajas de acuarelas, varias carpetas, una silla, y una
ventana para descansar la mirada en el verde de las colinas.
Sergei, a pesar de su gran
Percepción Estructural (o tal vez a causa de ella) era muy desordenado, dejaba
papeles tirados y nunca pasaba una escoba, pero siempre sabía dónde estaba cada
cosa. Se sentía cómodo en ese ambiente informal y no le preocupaban las
apariencias, era su estudio y no
tenía que darle cuentas a nadie. Tampoco se tomaba la molestia de ventilar con
regularidad la habitación, olvidaba hacerlo o acaso prefería aislarse en su mundo.
Sin embargo, cuando abrí la puerta encontré todo en orden y no había rastros de
polvo en los muebles ni en el piso. El
aire no estaba viciado, y esa era una clara señal de que Nusch había estado
hacía poco. La imaginé abriendo las ventanas, limpiando, ordenando las carpetas
y las hojas de acuerdo al tamaño o la textura, y acomodando cada cosa en su
sitio: los lápices y los bolígrafos en el lapicero, una goma de borrar, una
regla y una engrampadora en los cajones del escritorio. Y en todo ese tiempo, ella
debió pensar que allí, entre todos esos papeles, podía estar la imagen que su
esposo había visto en sueños. Mientras ordenaba cada hoja, debía preguntarse,
con una mezcla de impotencia y ese temor que sentimos frente a lo desconocido,
si no tenía la respuesta en sus manos.
Encontré todo tipo de
papeles: apuntes para una revisión de su libro, artículos sobre arte y copias
de cartas personales. Por desgracia no vi correspondencia dirigida a Greil
Sanders, tampoco textos que se refirieran al reino de los ganimedianos. Al
final, me quedó por revisar una carpeta azul y otra negra.
La primera contenía una
decena de retratos de Nusch hechos a lápiz. Algunos se detenían en el rostro y
otros la mostraban de medio cuerpo o de cuerpo entero. En dos de los trabajos el
fondo lo proporcionaba la pradera, en los restantes el jardín de rosas. De modo
invariable, el exquisito arte de Sergei destacaba la distinción y belleza de su
esposa. Las líneas eran tan seguras y elegantes que cualquiera que no hubiese
conocido a la modelo podría haber pensado que eran una mera invención del
artista. Ninguna de las ilustraciones, salvo la última, me sorprendió, ya que
en todas ellas vi a la mujer que conocía. La que cerraba la serie, apenas el
rostro femenino apoyado en una esbelta mano, me obligó a detenerme. En este
retrato había una Nusch que era nueva para mí, pero que, es de imaginar, no lo
era para Sergei. Más allá de sus conocidas virtudes, ella mostraba, con una
sonrisa que le iluminaba el rostro, los signos de un inequívoco sentimiento.
Era ese tipo de gestos que una modelo nunca le dedicaría a un pintor, a menos
que estuviese dispuesta a entregarle su vida y su alma.
Yo nunca había dudado del
amor que ella sentía por su marido, pero era una mujer discreta y no estaba en
su talante exhibir en público la intensidad de su afecto. Frente a aquel
retrato, realizado en la intimidad del hogar y concebido tan solo para ser
contemplado por Sergei, no pude menos que sentirme un intruso. Ya me había
sentido así desde que llegara a la casa, y el dibujo no hizo más que redoblar
esa sensación. En ese preciso instante, como si temiera ser descubierto, giré
la vista atrás. Y allí estaba Nusch, de pie bajo el marco de la puerta, rígida
y silenciosa como un guardián. Tan concentrado estaba, que no la había
escuchado acercarse. Por un segundo pensé que ella podía verme, pero al
observar su rostro advertí, con un poco de vergüenza, que en él solo había una
tensa expectativa.
Cerré la carpeta, la dejé
en su sitio y tomé la carpeta negra. Apenas la abrí, se me hizo evidente que
era la que estaba buscando.
"El reino de los
ganimedianos" se leía en la primera hoja. Había tres dibujos pintados con
acuarelas. Predominaban los colores amarillo y anaranjado, lo que dotaba a las
escenas de una luz espiritualizada. Tardé en darme cuenta de algo que después,
al tiempo que se me erizaba la piel, se me hizo obvio: no eran imágenes de
Ganímedes.
El primer dibujo mostraba
un templo rodeado de jardines, que se extendía de forma horizontal en una
meseta escalonada. El color naranja, que exhibía la luminosidad del cristal, le
daba a los muros, las columnas y las escaleras un aspecto más precioso que el
oro. Aunque las líneas (sobre todo en las aberturas y las cúpulas) eran de
inconfundible factura ganimediana, podía afirmar, sin temor a equivocarme, que
jamás había visto algo tan hermoso en el satélite que ahora pisaba. De hecho,
tuve la impresión de que todo lo que había visto en mi vida no era más que un
pequeño indicio de la cultura ganimediana, de la que aquellos dibujos eran un
buen ejemplo.
En el segundo dibujo se
apreciaba una ciudad en perspectiva. Había torres semejantes a cuernos
espiralados, puentes que cruzaban barrancos, edificios de formas torneadas y
amplias ventanas, jardines colgantes,
canales que se extendían como calles y sugerentes cascadas. Todo estaba
dispuesto con tan buen gusto que era imposible no sentirse conmovido por la
belleza que irradiaba. Para colmo, la paleta (ámbar, amarillo y anaranjado)
reforzaba la sensación de estar presenciando un mundo definitivo que vivía más
allá del tiempo. Recordé el mantra ganimediano: "el reino
espera". Supuse que el mundo que
estas ilustraciones me mostraba, era la mejor explicación al satélite
deshabitado que nos habían dejado los ganimedianos. En algún momento de su
historia, ellos debieron utilizar los mandalas para transportarse a su
"reino". En la última ilustración había algo que los investigadores
habíamos esperado encontrar durante años: imágenes de los primitivos
pobladores.
En el claro de un bosque de
altos árboles, había seis seres, tres femeninos y tres masculinos, sentados a
una mesa de piedra. Eran morfológicamente iguales a los seres humanos. Tenían
junto a ellos una jarra y sendos vasos y, a juzgar por la expresión de sus
atractivos rostros, se sentían felices. Sus vestimentas, túnicas blancas y
sandalias, me recordaron a las de los antiguos griegos. Uno de los rostros me
resultó familiar, al observarlo detenidamente vi que era Greil Sanders. Es
posible, pensé, que el destino de este eminente antropólogo, así como el de
Sergei Adamov y el de todos los humanos con un alto Índice de Percepción
Estructural haya sido decidido mucho tiempo atrás. Tal vez fue el recurso que
los ganimedianos idearon para atraer solo a quienes consideraban aptos para
vivir con ellos.
—¿Encontró algún mandala,
director? —preguntó Nusch a mi espalda.
—No. Hay tres dibujos en
una carpeta rotulada como: El reino de Ganímedes.
—Él me había hablado de
eso. Me describió los dibujos y es como si yo también los hubiese visto.
—Él los vio en sueños,
¿verdad?
—Sí.
—El hombre que está en el
bosque es Greil Sanders —afirmé.
—Eso fue lo que me dijo
Sergei. Greil fue el primero en ir a esa dimensión donde están ahora los
ganimedianos.
—Parece un sitio... —dije
concentrándome en el último dibujo.
—¿Perfecto?
—Sí, un paraíso o algo así.
—Es exactamente eso—
admitió Nusch—: un paraíso. Greil Sanders le confió a mi marido que quería ir a
ese sitio; cuando cruzó el portal debió hacerlo con una gran satisfacción.
—Pero no sucedió lo mismo
con Sergei —pensé en voz alta.
—No. ¿Y sabe por qué,
director? —me preguntó Nusch con un tono que indicaba que ella ya sabía la
respuesta.
—Puedo imaginarlo —señalé,
y me volví para observar a mi interlocutora.
En su mirada había una luz
acuosa que no daba lugar a equívocos. No me sorprendió, lo extraño fue el darme
cuenta de que ese brillo siempre había estado allí. Con un estremecimiento me
vi obligado a admitir que esa tristeza no solo era anterior a la muerte de
Sergei, sino incluso a la primavera en que se conocieron, aunque recién ahora
se me revelara en toda su dimensión.
La posibilidad de un
destino prefigurado en la mirada era algo descabellado, pero su lógica poética
me sedujo. Y esto, considerando que yo había pasado años estudiando algoritmos,
fórmulas matemáticas y estructuras complejas, no dejaba de tener su gracia.
Sergei debería haberse
sentido atraído por la posibilidad de completar una estructura que le
posibilitara el pasaje a un mundo mejor, pero no fue así. Prefería quedarse
aquí.
—Nos amábamos —dijo Nusch
como si pudiese leer mis pensamientos. Por primera vez su voz parecía quebrada.
—Lo sé, Nusch —expresé con
un vacío en la boca del estómago.
Eso era todo, pensé. Un
hombre no necesita más. Sergei estaba enamorado de aquella hermosa mujer, y
ninguna promesa de un mundo alternativo y utópico podría haberlo disuadido de separarse de ella.
Recordé los entretelones de la política del comité, las guerras territoriales y
todas las cosas que se mueven por el poder y el dinero, y pensé en cuán necesario
era para el espíritu la existencia de aquel jardín en Nueva Kybartai.
—Mi consuelo —confesó ella,
haciendo un esfuerzo por recuperar el aplomo de su voz —es que sé que ahora
está en un buen lugar. Un mundo mejor.
Miré a Nusch. Seguía con la
espalda recta y la cabeza erguida, y acaso parecía más noble y hermosa que
nunca, porque ya había sorteado lo más difícil y ahora había decidido
concentrarse en la certidumbre de que su esposo continuaba vivo en un reino
paradisíaco. Así que después de estas palabras, aunque la pena no se había
disipado, yo sentí que la atmósfera era más ligera, y Nusch y yo compartimos
aquel silencio como si bebiéramos de una misma agua.
Al cabo de un rato, ella
dijo:
—Llévese los papeles que
necesite, director. Confío en su discreción para seleccionar solo aquello que
sea relevante.
—Desde luego, Nusch. Tomaré
los tres dibujos del reino de los ganimedianos.
—Bien.
—Aquí están los retratos
que te hizo Sergei. Supongo que querrás conservarlos —le expliqué mientras
colocaba la carpeta en sus manos.
—Sin duda. Aunque no puedo
verlos, significan mucho para mí. Reconozco esta carpeta porque tiene un cordón
más grueso que las otras —sonrió.
—Claro.
Luego ella me acompañó
hacia la puerta de calle.
El cielo exhibía pinceladas
de un azul profundo y la campiña comenzaba a sumergirse en la quietud que
precede al sueño. La superficie del lago estaba tan inmóvil como a esa hora las
aspas de los generadores eólicos.
Le dije adiós a Nusch y le
di un beso en la mejilla.
—Si necesitas algo solo llámame
—señalé.
—Estaré bien —afirmó.
Subí a la bicicleta y
comencé a alejarme del jardín y de aquella mujer que nunca sabría lo hermosa
que es. Al llegar a un cruce de caminos, la vi girar sobre sus pasos, meterse
en la casa y cerrar la puerta. Luego aceleré la marcha y me fui respirando ese
aire dulce y triste que, por las tardes, se apodera de las colinas de Nueva
Kybartai.
Pablo
Dobrinin
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