Queridos amigos: hoy voy a compartir con ustedes
uno de mis relatos incluidos en el libro "El mar aéreo", publicado
por Fin de Siglo en el 2016.
Esta obra se titula "El bosque que crece por
las noches". La escribí en el 2011, y se publicó por primera vez en el
2014 en la revista Lento. Luego salió también en las revistas Próxima y Axxón.
El bosque que crece por las noches
Sabrina
apareció una tarde de julio. Y digo apareció, y no cualquier otra cosa, porque
no la vi ni la escuché llegar; ni siquiera el perro la advirtió. Cuando me di
cuenta, ella ya estaba ahí, como si no hubiese tenido necesidad de recorrer los
cien metros de la entrada bajo la sombra de los sauces, como si no fuese más
que uno de esos sueños que se deslizan al primer parpadeo.
Ahora
que lo pienso, no sé por qué había decidido salir al frente. No iba a darle de
comer al General, ni a regar los hibiscos del jardín. Tampoco tenía que ir a
ningún lado. Sería fácil creer que estaba aburrido del encierro y necesitaba
tomar un poco de sol, pero esta explicación tampoco me convence.
La vi
al abrir la puerta; ella se bajó de una bicicleta de mujer, de color rojo, que
dejó tirada en el pasto, y caminó hacia mí. Era flaca, bien blanca, de pelo
largo, lacio y negro. Veinte años; un metro setenta, apenas más baja que yo. No
tuvo necesidad de golpear las manos porque nuestras miradas se encontraron
antes.
Su
rostro reflejaba indecisión, pero en un segundo se fabricó una sonrisa de
vendedora.
—Buenos
días —dijo con una voz aguda y agradable.
—Buenos
días —repetí.
Se
acomodó el cabello, con ese gesto tan encantador que tienen las mujeres, y
descubrió una oreja pequeña.
Me
tendió una mano delgada y se presentó con gran pompa:
—Soy
Sabrina, directora y redactora responsable de la revista Los Eucaliptos.
—¿Los
Eucaliptos?
—Publica
información sobre los comercios de la zona y clasificados.
—Ah,
sí, me la dieron la semana pasada en el supermercado.
—Estupendo—.
Se quitó la mochila de jean que llevaba a la espalda y la dejó caer sobre la
mesa de hierro del juego de jardín—. ¿Y qué le ha parecido?
Aquella
pregunta me tomó por sorpresa. Estábamos hablando de una vulgar revista
comercial hecha en papel de diario, y no se me ocurrió nada bueno para decirle.
Pero pensé que al fin de cuentas todo el mundo está dispuesto a creer cualquier
mentira que satisfaga su ego, y respondí:
—Muy
profesional.
—Me
alegro.
—...
Sacó
una cámara digital de su mochila y afirmó:
—No
saldrá defraudado, soy buena en esto.
—¿…?
—No
se preocupe. No es caro. Una mención en la página de clasificados le saldrá
apenas... pero seguramente usted quiere algo especial.
Abrí
las manos, como si las palabras estuviesen en el aire y yo necesitara
atraparlas.
—…
Antes
de que pudiese agregar algo más, me miró con suficiencia y dijo:
—No
le cobraré las fotos —y sin más palabras cruzó el jardín, abrió la puerta y se
metió en mi casa.
Quedé
boquiabierto por lo absurdo de la situación, y luego, bastante molesto, fui
tras ella. Si se hubiese topado con el General —que seguramente estaba en el
fondo— dudo mucho que se atreviera a tanto.
Cuando
entré le estaba sacando fotos a las sillas y a la mesa del comedor.
Me
quedé junto a la puerta y la observé sin decir palabra.
—Es
buena madera —dijo golpeando la mesa con los nudillos. Tomó una silla por el respaldo y la sacudió—. Un poco floja.
Luego
fue hasta la heladera y le sacó una foto.
—Una
James —comentó—. ¿Hace cuánto que la compró?
—No
recuerdo, pero…
—Hay
que mostrar la capacidad que tiene—. Abrió la puerta y sacó otra foto.
—Disculpame,
pero hay algo que...
—Sí,
sí, me doy cuenta, esto está mal. ¡No podemos mostrar estas ollas horrendas con
sobras de comida! ¿No tiene frutas o botellas de refrescos?
—No.
—¿Y
huevos? ¿No tiene huevos?
—No.
—Hay
que sacar esta mugre —añadió, y comenzó a retirar una asadera que tenía un
pequeño trozo de pastel de carne.
—No,
esperá...
Pero
mi advertencia llegó tarde, porque en la maniobra volcó un bol lleno de sopa.
El líquido chorreó sobre la parilla, empapó una vianda con gelatina y unas
fetas de jamón que había debajo, y se desparramó en el piso de la cocina.
—Ahhh,
disculpe —se lamentó llevándose una mano al mentón—. Menos mal que era sopa.
—No
te preocupes, yo me encargo —dije tratando de controlar la ira, y fui por un
trapo de piso.
En
ese momento descubrió el televisor que estaba en el modular.
—¡Es
un Hitachi! —exclamó—. ¡Creí que estaban extinguidos!
—No
toques el televisor.
Estaba
tan entusiasmada que no prestó atención a mi advertencia. Lo encendió.
—¡Oh,
funciona!
—Sí,
perfectamente —afirmé en cuclillas mientras intentaba limpiar el enchastre.
—¡Tiene
un sintonizador de rueda! ¡Qué viejo!
—Dejá
eso, por favor.
Pero
no obedeció. No sé si lo giró al revés o qué carajo hizo, pero escuché un ruido
que me puso los nervios de punta. Un trak,
trak, trak que recordaba a una ametralladora.
—¡No
—protesté—, lo vas a partir!
—Está
suelto —señaló.
—¿Qué?
—Está
suelto.
—No,
no, está perfecto —dije con temor.
—Está
roto —dijo mostrándome la perilla en la palma de su mano.
—¡No
lo puedo creer, me rompiste el televisor!
Me
paré. A juzgar por la expresión de su rostro, yo debía parecer una fiera
salvaje.
—¡Se
arregla! —Antes de esperar mi respuesta, la soltó y corrió hacia la puerta.
Me
llevé una mano a la frente y fui por la pieza. La recogí del piso e intenté
colocarla. Al principio me costó y llegué a creer que le faltaba algo o que se
había partido, pero después la encajé en su sitio y quedó firme.
—Sólo
estaba suelta —pensé en voz alta.
—Qué
bueno —respondió ella asomándose por la puerta.
—¿Todavía
estás ahí? Me pareció verte correr.
—Hay
un perro gigante ahí afuera —dijo, y
se mordió el labio inferior.
Me
asomé.
El
animal estaba acostado entre los pastos,
justo al lado de la bicicleta. Parecía una montaña negra.
—No
va a hacerte nada, es demasiado viejo y además es muy bueno.
—Es
suyo, ¿verdad?
—Sí.
Es el General.
—Es…gigante —repitió.
—No
te preocupes, no va a comerte, lo tengo bien alimentado.
—Está
bien, no quise causar tantos problemas.
—Sabrina
—pregunté con calma—, ¿para qué querías sacarle fotos a mis cosas?
Dejó
de mirar al perro y me respondió:
—¿Pero
no las quiere vender?
—No.
—¿No?
Me dijeron que usted se iba del país y que vendía todo.
—Jamás
pensé en irme.
—¿Pero
usted no es el doctor Rossi?
—No.
Y tampoco soy doctor. Era librero. El doctor Rossi vivía en la paralela a esta,
pero ya se mudó, hace días.
—Ahhhh.
—Se
fue para Italia. Tiene parientes allá.
—Sólo
a mí me pasan estas cosas —afirmó, y cuando pensé que se iba a reír, empezó a
sollozar.
Lo
único que faltaba.
Suspiré.
—No
es tan terrible. No se murió nadie.
—Pero
hice diez kilómetros para venir hasta acá, y todo por nada —agregó compungida,
con la voz quebrada. Se cubrió la cara con una mano.
Le
miré las rodillas flacas, las medias caídas y las zapatillas gastadas en los
costados.
—Bueno,
a lo mejor hay algo que...
Mis
palabras provocaron en Sabrina una recuperación milagrosa. Cuando se descubrió
el rostro no tenía ni una sola lágrima.
—Algo
que no use.
—Sí,
pero no se me ocurre —balbuceé al tiempo que comenzaba a lamentarme de lo que
había dicho.
Se
dirigió hacia el modular nuevamente. En diferentes anaqueles había libros, una pecera
sin peces, y cuatro figuras de cerámica: un ángel, un pastor acompañado por una
oveja, una bailarina, y un fauno tocando la flauta. El más pintoresco y mejor
logrado era este último. Tenía un rostro perverso y un cuerpo muy expresivo;
escondía la cabeza entre los hombros y, con una pierna levantada, parecía
bailar.
—Y
esas cosas, ¿las vende?
—¿Las
figuras de cerámica? No, no las vendería ni aunque me mataran.
—Están
muy sucias —advirtió.
—No
insistas.
—No
quiero comprarlas —se rió—. No tienen interés para mí. Las antigüedades son
para nostálgicos. No puedo sentir nostalgia por cosas que se fabricaron antes
de que yo naciera.
—Tal
vez, pero sos curiosa, y te interesan.
—No
compraría ese tipo de cosas.
—No,
porque yo no te las vendería.
—Está
bien, ¿cuánto quiere por el fauno?
Era
demasiado joven y fresca como para hacerme enojar.
—¿Pero
las querés para vos o para poner un aviso?
—¿Eso
cambia algo?
—No.
—¿Y
entonces?
—No
voy a vender las figuras, y mucho menos al fauno.
—Ah,
¿y qué otras cosas tiene?
—Eh,
no sé. Tengo que ver, en unos días capaz que encuentro algo, pero por ahora no.
—No
va a comprarme un aviso.
—No,
pero puedo ofrecerte una taza de té de durazno.
—¿Es
rico?
—Sí,
y además es gratis.
Sonrió.
No era muy bonita, pero tenía una mirada limpia y una sonrisa natural.
—Tiene
libros interesantes —reconoció mientras leía los lomos.
—Tampoco
los vendo.
La
tetera estaba bien, pero sólo me quedaban dos tazas; una tenía el borde
astillado y a la otra le faltaba el asa. Puse té en un colador y calenté agua
en la caldera. Después que hirvió, pregunté:
—¿Preferís
tomar aquí o en el jardín?
—En
el jardín, me gustan esos juegos de hierro.
Llevamos
las tazas y la tetera para afuera, junto con un azucarero, unas galletas y
medio limón que había en la heladera, y nos sentamos.
El
General se levantó y avanzó hacia nosotros. Sabrina abrió la boca como si fuera
a decir algo, pero no dijo nada. Era enorme, cuadrado, y parecía una mesa
caminando.
—Viene
a saludarte —señalé—. Es muy inteligente y sabe cuándo alguien es amigo o
enemigo.
El
General la olfateó. Durante unos segundos Sabrina contuvo la respiración, hasta
que el animal se desentendió de ella y se me acercó. Le palmeé los pelos del
lomo, duros como un cepillo.
—Acaricialo,
vas a ver que no es malo —le dije a Sabrina.
Ella
extendió una mano tímida, pero lo acarició y se tranquilizó.
—¿Es
un gran danés? —preguntó.
—No,
no es nada. Ni siquiera estoy seguro de que sea un perro. En todo caso es el
perro más feo del mundo, tal vez por eso le tengo cariño.
El
General se tiró cuan enorme era atrás de mí, cerró los ojos y allí se quedó,
como si quisiera retomar un sueño interrumpido.
Serví
té en la taza menos rota y pregunté:
—¿Cuántas
cucharadas de azúcar?
—Seis—.
Esperaba que dijera un disparate así.
Lo probó
y afirmó:
—No
está mal.
Iba a
decirle que dudaba mucho que pudiera apreciarlo con tanta azúcar, pero me
callé. Luego ella preguntó:
—¿Por
qué son tan importantes esos objetos de cerámica?
—...Eran
de mi difunta esposa.
—¿Hace
mucho que falleció?
—Diez
años.
—¿Y
desde entonces ha vivido sólo?
—Sí.
Sabrina
esbozó una sonrisa comprensiva, comió una galleta y bebió un sorbo de té.
—¿Ella
coleccionaba? ¿O tenía una tienda de antigüedades?
— Mi
suegra tenía una tienda que le dejó de herencia a mi esposa. Ella después la
vendió, pero se quedó con algo—. No tenía ganas de recordar a mi esposa, así
que cambié de tema: —¿Y vos a qué te dedicás, vivís cerca de aquí?
—Sí,
en Fray Luis, con una tía.
—¿Y
tus padres?
—Se
fueron para España hace un par de años, van a mandarme el pasaje cuando logren
cierta estabilidad y me consigan un trabajo. Pero yo no sé si me quiero ir.
—Sí,
no es una decisión fácil… ¿y acá qué hacés aparte de la revista? ¿Estudiás?
—Voy
al liceo 24, está como a diez kilómetros de aquí.
—Sí,
lo conozco.
—Ya
me queda poco, en veinte días se terminan mis vacaciones. Ahora estoy reuniendo
material para hacer una revista cultural.
—Ah,
eso suena muy interesante.
—Usted
es la primera persona que lo dice. A la gente que le comentaba el proyecto, me
decía: “¿qué es eso?” Y cuando les explicaba que era una revista de poesía,
relatos y pensamiento, me preguntaban: “¿para qué?”
—Lo
que pasa es que la gente está en otra.
—Sí.
—Pero
no te preocupes, en el liceo vas a encontrar muchos compañeros que se interesen.
—Eso
espero.
—¿Y
cómo se va a llamar?
—La
revista de Magritte.
—Lindo
nombre.
—Y
abajo dirá en letras pequeñas: Esto no es una revista.
—Lógico,
je.
—Es
previsible, ¿verdad?
—¿Qué?
—Que
abajo diga “Esto no es una revista” —expresó con desánimo.
—No quise
decir que fuera previsible.
—Pero
dijo “lógico”, que para el caso es lo mismo. Yo también lo pensé. Al principio
me gustaba el nombre, pero ahora ya no estoy tan segura.
—A mí
me gusta, está bien.
—Bien
no es genial. Si se le ocurre algo me lo dice —ordenó, y comió otra galleta.
—Lo
haré. ¿Y qué tenés pensado para el primer número?
—Breton,
Dalí, Desnos…
—Uh,
veo por dónde va la cosa. Alguien dijo
una vez: mientras haya jóvenes existirá el surrealismo. No recuerdo quién fue,
pero tenía razón. Probablemente fue el propio Breton... ¿Y qué me decís de
Lautréamont?
—¡Lo
amo! —dijo de un modo tan espontáneo que me causó gracia.
—Es
imposible no hacerlo, ¿verdad?
—¿A
usted también le gusta?
—Sí.
Siempre recordaré al tiburón, a los pulpos voladores...
—La
oda al océano.
—Buenísima.
También me gusta mucho esa parte en la que hay un barco que se está hundiendo,
y entonces aparece Maldoror exaltando el sacrificio de los náufragos que luchan
por sobrevivir…
—Y
luego cuando están por alcanzar la orilla les dispara con una escopeta.
—Jajaja.
Sí... pero lo mejor es cuando se refiere a uno de los náufragos, perdido entre
las aguas, y dice: “en ese momento comprendió que iba a morir, ya que, por más
que se esforzaba, no podía recordar a ningún pez entre sus antepasados”.
—Ah,
sí, ¡eso es genial!
—...
¿Más té?
—No,
gracias.
—¿Segura?
—Bueno,
un poco. Está delicioso.
—Lo
sé. Tengo el mejor té en cien metros a la redonda.
Sabrina
movió la cabeza, como si certificara que mi casa era la única de la manzana, e
hizo un gesto de aprobación. Después que le serví, bebió un sorbo y dijo:
—Mi
parte favorita es cuando habla de dejarse crecer las uñas para arañar la piel
de un recién nacido—. Sabrina acompañó estas palabras con un gesto de su mano
derecha, como si estuviese arañando a una criatura.
—Y
después, fingiendo que uno no ha tenido nada que ver, consolarlo y beberle la
sangre de las heridas —dije a modo de conclusión.
Sabrina
rompió una galleta y se la arrojó a un par de pájaros que buscaban alimento en
el jardín.
—Usted
es la primera persona que encuentro por aquí a la que le gusta hablar de
literatura —dijo con una sonrisa.
—Bueno,
no puedo hacerlo muy seguido. Rara vez viene alguien.
—Me
gustaría mostrarle lo que tengo separado para el primer número, para que me dé
su opinión.
—Eso
sería un honor.
—Bueno,
se lo traeré el lunes.
—Cuando
vos puedas, yo siempre estoy acá.
Sabrina
mojó una galleta en el té y masticó. Miró un picaflor que volaba sobre los
hibiscos y dijo:
—Qué
lindo… ¿Hace mucho que vive en esta casa?
—Me
mudé hace cinco años, cuando me retiré.
—Pero
usted es muy joven para estar jubilado. ¿Qué edad tiene?
—Cincuenta
y tres. Pero no estoy jubilado, sino retirado. Me di cuenta de que con lo que
tenía ahorrado podía vivir los años que me quedan sin trabajar. No es tanta
plata, pero para mis necesidades está bien. Además no tengo hijos.
—Claro,
a sus ahorros pudo sumar los de su esposa, y lo que ella heredó de su madre.
—…Sí.
—¿Y
por qué eligió este lugar?
—Quería
un sitio tranquilo, sin ruidos, con poca gente. Estuve viendo varios lugares,
pero al final me decidí por éste.
—Déjeme
adivinar...vio varias casas que le gustaron, pero al final se quedó con ésta
por los hibiscos y los sauces llorones.
—Los
hibiscos no estaban, los planté yo. Pero lo que decís respecto a los sauces,
sí, es muy probable —admití—. La casa es como cualquier otra, pero esa entrada
de sauces es única. Son cien metros. Y la primera vez, cuando vine a conocerla
y caminé entre los árboles, supe que me iba a quedar con ella. ¿Te gustan,
verdad?
—Sí,
me encanta. Todo. ¿Me podría sacar unas fotos con los hibiscos y los sauces?
—Seguro.
Sabrina
me entregó su cámara y se paró junto a las flores.
Le
saqué un par de fotos, rodeada de hibiscos rojos y grandes. Nunca me gustaron
las cámaras digitales.
Luego
fue hacia la entrada de sauces, y me gritó:
—Quiero
que se vean los de la derecha y los de la izquierda.
Retrocedí
unos pasos, hasta casi tocar la puerta de la casa, y me concentré en enfocarla.
Me
agaché y conseguí que se viera a un tamaño razonable, con los árboles en
perspectiva.
Saqué
tres fotos, por si acaso. Luego me acerqué y le tomé un par más, recostada
contra uno de los árboles. El rostro no se distinguía mucho, pero por las
sombras de las mejillas uno se daba cuenta de que estaba sonriendo. Nunca dejó
de hacerlo. En las últimas fotos ella se enroscó unas ramas de sauce llorón a
modo de bufanda y puso una expresión que parecía arrancada de un afiche de los
años veinte. Logré tomar bien el cuerpo. Senos redondos, caderas estrechas,
piernas largas. Durante unos segundos, mientras disparaba el flash, volví a
sentir aquella vieja sensación de que había atrapado algo. Pero la cámara no
era mía, y se la entregué.
—Ya
debo irme —dijo mirando su reloj
pulsera—, pero vengo el lunes y le traigo lo que tengo separado para la
revista.
—Está
bien, hasta el lunes.
Sabrina
se colgó la cámara al cuello, me dio un beso en la mejilla y se fue pedaleando
entre los sauces.
Cuando
dejé de verla me puse a recoger el juego de té. Ahora que ya no estaba su voz
ni la mía, volvía a escuchar pequeños sonidos: el azucarero y la tetera que se
colocan sobre la bandeja, una cucharita
que choca contra el borde de una taza. También tomaba conciencia de mis
pasos y del ritmo de mi respiración. Y mientras entraba en la casa sentía que
había un silencio sin alma, como el que sigue a las fiestas después de que
todos se han ido.
Giré
la llave de encendido. La vieja camioneta —una Ford de color bordó de1980—
carraspeó y tosió en el aire claro de la mañana. Después de varios intentos en
los que temí que se me ahogara, lanzó un rugido más cercano a la rebeldía que a
la victoria y se estabilizó en un sonido tranquilizador. Esperé unos segundos,
puse primera y arranqué.
Cuando
iba por la mitad del camino de sauces, vi venir a Sabrina en su bicicleta roja.
Detuve el vehículo. Ella se acercó a la ventanilla.
—...Hola
—Hola,
pensé que no...
—Sí,
pero estuve...
—Quiero
decir que te esperaba el lunes, estamos a jueves.
—...ocupada
—su voz mostraba fatiga—. ¿Pero ya se va?
—En
realidad iba a recolectar unos hongos, pero...
—No,
no se interrumpa por mí.
—No
es tan importante, puedo ir en otro momento. A menos que me quieras acompañar.
—¿Es
lejos?—. El sudor le había pegado los cabellos a la cara.
—Menos
de un kilómetro, y podés dejar la bicicleta en la caja de la camioneta.
—Hecho.
Me
bajé, le di un beso en la mejilla, dejamos la bicicleta atrás, junto a una
canasta de mimbre, y entramos en la cabina.
Se
quitó una mochila de jean gastado que llevaba en la espalda y se sentó a mi
derecha.
—Y
supongo que venís cargada de arte y poesía.
—Así
es. Si la mochila explotara ahora la gente moriría al instante, pero feliz.
—Ese
sería un gran final.
Arranqué,
recorrí el sendero de árboles, doblé a la derecha, manejé una cuadra por la
calle de pedregullo, y al girar a la izquierda entré en la ruta.
Un
viento fresco despeinaba los campos y se metía por las ventanillas.
—¿Y
qué va a hacer con los hongos? ¿Conservas?
—Una
parte. ¿Te gustan?
—Sí,
pero no sé prepararlos.
—No
es difícil. Remediaremos eso, no te preocupes.
Doblé
a la derecha, recorrí dos cuadras y detuve el vehículo.
Bajamos.
Tomé la canasta de mimbre y entramos en el bosque de eucaliptos, que ocupaba
toda la manzana.
El
suelo estaba tapizado de hojas. El olor a tierra húmeda se mezclaba con el
aroma de los árboles. Una orquesta aérea improvisaba con sonidos vibrantes y
agudos.
—Un
hermoso lugar, ¿no te parece? —dije.
Sabrina
asintió. Poco después se agachó junto a un árbol, con dos dedos tomó un bichito
de la humedad y lo colocó en la palma de su mano. El insecto comenzó a caminar
y ella lo miró en silencio, como si disfrutara del roce de las patitas sobre su
piel. Lo tocó y el insecto se hizo un ovillo.
—¿Nunca
ha deseado poder esconderse así? —me preguntó.
—Tengo
más del doble de tu edad, seguramente lo deseé más veces de las que puedo
recordar —sonreí.
Dejó
el bichito en el suelo, se puso de pie y nos adentramos en el bosque.
Caminar
despacio era un placer que había descubierto hacía poco tiempo. De ese modo
podía apreciar mejor el entorno en que me movía, y en ese momento era nada
menos que la sombra perfumada de los eucaliptos, el aire hechizado de pájaros,
y las ramas que crujían bajo mis pies. Sí, caminar despacio me hacía sentir en
paz con mi propio cuerpo. A pesar de su llamativa vitalidad, Sabrina tuvo la
delicadeza de seguirme el paso.
Pronto
llegamos hasta una charca con arbustos, nenúfares, renacuajos, mosquitos,
abejas y libélulas. Un pequeño sitio que hervía de vida.
—Un
bello ejemplar —dijo Sabrina señalando una rana.
—Sí,
yo no soy aficionado a las ranas, pero esta seguramente serviría para hacer un
platillo exquisito.
—Tengo
un primo que las hacía fumar —comentó.
—Pobres
bichos.
—Una
vez que uno les coloca el cigarrillo en la boca no pueden dejar de fumar.
Fuman, fuman, y revientan.
—¿Y
vos cómo sabés tanto? ¿También las hacías fumar?
—No,
no, yo sólo encendía los cigarrillos.
—Oh.
—A
usted le gusta mucho la naturaleza, ¿verdad?
—En
una época me dedicaba a sacarle fotos.
—Qué
bueno. No sabía que era fotógrafo. ¿Y qué hizo con ellas?
—Nada.
Iba a hacer una exposición, pero nunca terminé la serie que me había propuesto.
—¿Por
qué?
—No
sé, tal vez me aburrí. Fue hace muchos años.
—¿Y
aún tiene esas fotos?
—No
estoy seguro. Tendría que buscarlas.
—Yo
puedo ayudarlo.
Estaba
pensando en lo incómodo que eso podría resultar cuando vi lo que nos había
traído a aquel lugar.
—Allá,
desde acá los veo—. Bordeé la charca y avancé.
Sabrina
me siguió.
—Aquí
—señalé.
Junto a un árbol había cinco hongos.
Sabrina
los observó con una sonrisa y dijo:
—Cada
vez que veo hongos me acuerdo de un libro que me leía mi madre, sólo que
aquellos eran hongos gigantes. Y de colores, tenían muchos colores; y la gente
vivía en ellos.
—Estos
nunca llegan a ser muy grandes, pero servirán a nuestros propósitos—. Me
agaché, con un cuchillo corté uno por la base y lo dejé en la canasta. —Siempre
te conviene cortarlos, y no arrancarlos, para que sigan creciendo en ese lugar.
—Ajá.
—La
canasta de mimbre no es casual. Si los juntás en una bolsa de nylon se pudren.
—Tiene
todo previsto. ¿Y cómo sabe que no son venenosos?
—Son
buenos—. Lo sostuve en la palma de la mano.— Te das cuenta por el color parejo
amarronado. Por las dudas nunca comas hongos blancos o con pintitas.
—Pueden
provocar intoxicación, ¿no?
—Sí,
incluso hay algunos que pueden ser mortales.
—Puedo
vivir sin hongos, de veras.
—Ja,
ja, ja; no te preocupes.
—¿Y
cómo los prepara?
—Primero
hay que lavarlos bien para sacarles la tierra—señalé al tiempo que colocaba un
balde bajo el grifo de la canilla de la cocina de mi casa.
Llené
el balde y vertí los hongos.
—Soy
toda oídos.
—Los
dejo un día en remojo, y luego los lavo bien, refregando con los dedos, para
sacarles el gusto amargo. El agua queda oscura y hay que cambiarla las veces
que sea necesario. Y cuando están cocidos los preparo en escabeche, con
zanahorias, cebolla, vinagre de vino blanco, aceite de maíz, pimienta, perejil,
ajo.
—Ahora
quiero probarlos.
—Te
voy a dar un frasco cuando los tenga prontos.
—Genial.
—Preparo
el té y vemos esa revista en el jardín.
La
revista tenía poemas de autores franceses vinculados al surrealismo; todos muy
buenos, aunque algunos demasiado obvios como “Unión libre” de André Breton. Sin
embargo, tampoco me pareció mal su inclusión, al fin de cuentas los lectores
siempre se renuevan.
Más
interesante me resultaron algunas obras de Maiakovsky tomadas de ese libro que
se llama “La nube en pantalones”, cuando el poeta ruso todavía no había politizado en exceso su arte y podía
escribir versos extraordinarios como: “hoy tocaré la flauta/de mi propio
espinazo...” O aquel otro que decía: “Prueben, como yo, / a darse vuelta como
un guante/ y ser todo labios”. Tampoco faltaba el testimonio de un amor
desesperado en: “Amaré, cuidaré/ de tu cuerpo/como el soldado/recortado por la
guerra, / inútil, / solitario, / cuida su única pierna”. Y después de esos
alardes de genialidad se complacía en provocar al lector con una pregunta: “¿Y
usted/ podría/tocar un nocturno/ en una flauta de cañerías?”.
Había
leído muchos de esos poemas cuando tenía la edad de Sabrina, de modo que podía
comprender la impresión que debieron haber provocado en ella. Al observar su
entusiasmo me di cuenta de que yo ya no era aquel joven que había sido, pero
todo eso había dejado en mí algo maravilloso que ahora liberaba su perfume.
La
última página, dedicada a citas, me resultó muy estimulante. La que más me
gustó era una de Tristan Tzara, que rezaba: “Considero que la poesía es el
único estado de verdad inmediata”.
—Me
gustaría agregar alguna otra —dijo Sabrina—, si se le ocurre...
—Tengo
grabada en mi mente la mejor frase del mundo.
—¿Sí?
¿De veras es la mejor?
—Así
es.
—¿No
exagera?
—En
absoluto. Cuándo la conozcas estarás de acuerdo conmigo.
—No
será para tanto.
—Creeme
que sí.
—Está
bien, no juegue más con mi impaciencia, dígala de una vez.
Carraspeé,
elevé el mentón y, con gesto teatral, señalé:
—In girum imus nocte et consumimur igni.
—Ajá,
y traducido es...
—Giramos
en círculo en la noche y somos consumidos por el fuego.
—No
me parece tan espectacular.
—Porque
no te has dado cuenta de que es un palíndromo. Puedes leerla de derecha a
izquierda y de izquierda a derecha, letra por letra, y dice exactamente lo
mismo. Tiene una estructura circular, y de ese modo fondo y forma se
corresponden.
—Ahh,
qué bueno. ¿De quién es?
—Lo
ignoro, sé que es el título de una película, pero nunca la vi.
—Giramos
en círculo en la noche y...
—...y
somos consumidos por el fuego.
—Creo
saber a qué se refiere. Gran parte de la fuerza proviene del hecho de que
admite muchos significados.
—Nunca
lo había pensado, pero tenés razón. Sos muy inteligente.
—Me
gusta; la apuntaré.
Le di
una lapicera y la ayudé a escribirla en un cuaderno.
Luego
sacó otra carpeta y dijo:
—Y
aquí tengo algunas ilustraciones. La calidad no es gran cosa, las hice con una impresora
común, pero es para que se haga una idea.
Lo
primero que vi eran unas manchas hechas con lápiz de color negro, sobre viejas
hojas de cuaderno.
—¿Y
eso?
—Ah,
no—. Pareció perturbada y dijo muy rápidamente: —Eso no, tal vez lo utilice más
adelante, pero ahora no.
Antes
de que me detuviera en ellas, las apartó de mi vista y comenzó a mostrarme lo
que tenía preparado para el número uno de la revista.
En
las ilustraciones no había grandes sorpresas: un cuadro de De Chirico de su
etapa metafísica, otro de Dalí con sus clásicos relojes derretidos (estuve a
punto de decirle que no debería poner una pintura tan conocida), “El ilustre
herrero de los sueños” de Max Ernst, y un par de fotos de Man Ray.
—Está
muy bien—dije—. Con todo este material ya tenés suficiente para hacer una
preciosa revista. Aún te falta la tapa.
—Sí,
pero eso lo voy a dejar para lo último. Quiero agregar algo más nuevo.
—Eso
sería interesante.
—Me
he propuesto cerrar el número de aquí a un mes.
—¿Y
seguramente vos escribís, no?
—¿Usted
qué cree?
—Creo
que sí.
—No,
se equivoca.
—Oh.
—Bueno,
voy a escribir un editorial, y poesías, y tengo previsto un ensayo, pero
necesito seguir investigando.
—¿Y
sobre qué tema?
—Se
lo diré cuando lo tenga más resuelto.
—Como
quieras.
—Me
gustaría ver sus fotografías.
—Ah,
eso. Tengo que buscarlas.
—Búsquelas.
¿Me las mostrará la próxima vez que venga?
—…
—No
se mortifique: me comprometo a darle una opinión favorable. No tengo intención
de afectar su autoestima.
—Está
bien. ¿Cuándo vas a venir?
—¿Qué
día es hoy?
—Jueves.
—Vengo
el lunes.
El
domingo, a primera hora, bajé al sótano. Había como cinco o seis cajas apiladas
que no había abierto desde la mudanza.
Retiré
la de más arriba. Pesaba demasiado, pero por curiosidad la abrí.
Me
encontré con un juego de té fabricado en porcelana inglesa. Cada pieza estaba a
salvo en su propia celdilla de cartón. Nunca había sido usado. Una de esas
maravillas que mi suegra tenía en su tienda de antigüedades. No sabría tasarlo,
pero seguro valía un buen dinero.
Saqué
una taza y la observé. Pequeña y delicada. El borde ondulado recordaba a la
corola de una flor, y el asa se asemejaba a una hoja. La decoración era una
deliciosa miniatura: sobre una base de blanco opaco se extendían siete
mariposas azules que volaban formando una línea sinuosa.
En el
momento en que me disponía a colocarla en su sitio, me detuve.
—¿Qué
sentido tiene esconder esta belleza? Sabrina vendrá mañana.
Guardé
la taza en su lugar, pero ya con la idea de subir la caja una vez que
encontrara lo que había ido a buscar.
Abrí
las restantes cajas, pero fue infructuoso; sólo contenían papeles, recibos,
libros—muchos libros—, ropa y algunos electrodomésticos pequeños que nunca iba
a usar.
Subí
la caja con el juego de té, la coloqué sobre la mesa del comedor y comencé a
sacar las piezas. El azucarero estaba ilustrado con el mismo motivo que las
tazas, y la tetera incluía además la presencia de un trío de hadas diminutas,
de cabellos largos y vestidos vaporosos, que volaban tras las mariposas. Las
cucharitas eran de plata, tan delicadas como el resto.
No
había nada roto. De un cajón del aparador saqué una franela, un producto para lustrar, y puse manos a la
obra.
Limpié
el juego de té con esmero, y después lo contemplé: brillaba. En una bandeja
dejé lo necesario para dos personas y guardé el resto en la caja.
A la
hora de la siesta estaba en mi cama, acostado boca arriba, y vi que en el techo
del ropero había algunas cosas. Podía ver el mango de un paraguas, el extremo
de una linterna y unas cajas chicas. Entre tantas cosas, supuse que a lo mejor
podían estar las fotos.
No me
equivoqué. Estaban dentro de un sobre de manila. Medían 17 x 25 cm., y no habían perdido
su color, pero, por si acaso, en un sobre estaban también los negativos.
Era
una selección de seis fotos (en principio habían sido muchas más), que había
conservado con la idea de realizar una serie. Habían sido tomadas con una
cámara profesional, una Canon. Empecé a analizarlas con cierto temor: a veces,
con el paso del tiempo, uno cambia sus apreciaciones.
Las
miré todas, una por una, y pensé:
Están
bien; sí, pero...
Y
estaba casi seguro de que había pensado eso mismo diez años atrás.
Fui
hasta la ventana y corrí la cortina con una mano. El jardín parecía una imagen
congelada. Más allá del portón, el camino se veía difuso pero estático.
A los
pocos minutos volví a mirar.
Recién
cuando observé por tercera o cuarta vez, me di cuenta de lo que estaba haciendo
y sentí vergüenza. Sabía que solo la presencia de Sabrina podía crear una
sensación de movimiento, de realidad. Era obvio que me caía muy simpática y que
me daba placer charlar con ella, pero no me gustó comprobar que me había
acostumbrado tanto a su presencia que ahora me costaba volver a mis rutinas. Me
resistía a admitir que el mundo no podía funcionar si le faltaba aquella pieza
pequeñita.
Al
regresar al comedor, contemplé con desencanto una instalación que yo
mismo había hecho en el aparador; se componía de parte de un juego de té, un
sobre de manila con fotos y un frasco con hongos en escabeche.
Sabrina
no vino el lunes, ni el martes, ni el miércoles, ni el jueves, y supuse que
había reconsiderado la idea de visitarme. Después de todo, no tenía ningún
compromiso conmigo, y aunque a mí me gustara la poesía igual que a ella, la
verdad es que no me necesitaba para hacer su revista.
El
viernes de tarde fui hasta el fondo de casa y lavé la camioneta. Después
arranqué unos limones. Cuando junté un par, giré y me topé con ella.
—¡Oh!
Hola.
—Hola
—dijo, y me dio un beso en la mejilla—. ¿Son para el té?
—Eh,
sí.
—¿Cómo
sabía que vendría justo ahora?
Coloqué
el juego de té en la mesa del jardín.
Lo
observó con atención.
—Es
hermoso. Era de la casa de antigüedades de su suegra, supongo.
—Sí.
—Debe
valer una fortuna.
—Vos
lo dijiste, una fortuna.
Hizo
el amague de sujetar la tetera, pero yo me adelanté.
—Oh,
no... yo serviré.
—Tiene
miedo de que lo rompa.
—No,
es que vos sos mi invitada.
—Ah.
—¿Eran
seis de azúcar, verdad?
—¿De
veras me cree tan torpe?
—No,
es que vos...
—Mejor
siete.
—...sos
mi invitada, y entonces corresponde...
—¿Qué
clase de té se supone que sirve usted? No hay galletas.
—¡Uh,
es cierto! No me había dado cuenta de ese detalle.
Con
celeridad, Sabrina metió la mano en su mochila y sacó una bolsa de nylon.
—¡Talán!
—exclamó con una sonrisa que mostraba todos los dientes.
Había
traído unas galletas grandes y gruesas, de indudable aspecto casero.
—Oh,
no deberías haberte molestado.
—Eso
es lo que todos dicen, pero después se las devoran como termitas—. Me tendió la
bolsa y tomé una.
—Ah,
apuesto a que sí. ¿Las hiciste vos?
—Sí,
soy una artista integral; puedo escribir, dibujar, cocinar.
—Está
muy bien. Da Vinci, se sabe, era un gran cocinero. Hay que disfrutar el arte en
todas sus manifestaciones.
—Eso
es lo que pienso.
Me
llevé una galleta a la boca y la mordí; bueno, al menos eso fue lo que intenté.
Era dura como una piedra. De sabor no parecía tan mal, demasiado dulce tal vez,
aunque eso no sería mayor inconveniente; el problema era que no había forma de
entrarle. Hice un segundo intento, pero tuve miedo de partirme un diente;
resolví que lo mejor era probar con los molares, que tienen una mayor
resistencia. Apliqué la totalidad de mis fuerzas en el borde de la galleta, y
con un gran esfuerzo conseguí cortar un pedacito. Dejé que se ablandara en la
boca y lo tragué, con la sensación de que estaba intentando digerir una bala. Miré a Sabrina:
ella estaba sumergiendo una galleta en su taza de té.
Qué idiota, ¿cómo no se me ocurrió
antes?
Cuando
vio que la estaba observando, me preguntó:
—¿Cree
que desde el punto de vista protocolar o ceremonial es incorrecto mojar la
galleta en el té?
—¡Oh,
no, no, en absoluto!
—¿De
veras?
—¡Es
correctísimo! ¡Te lo aseguro!
—¿Sí?
—¡Seguro!
¡A la mismísima Reina Victoria le encantaba mojar sus biscuits en el té de la
cinco!
—¡Oh!
Sumergí
mi propia galleta en el té y me la llevé a la boca. Fue más sencillo esta vez,
aunque no me animaría a describirlo como una experiencia placentera. No dejaba
de ser un zancocho duro y mojado.
Ella
colocó la bolsa en el centro de la mesa y dijo simplemente:
—Sírvase
a gusto.
—Sos
muy amable.
Con el borde de mi zapato, advertí que el
General seguía acostado a mi lado. Este es el momento, me dije para mis
adentros y, con la mayor discreción, sostuve aquella maravilla culinaria bajo la mesa. El perro la
olfateó, la sostuvo entre sus poderosas mandíbulas y comenzó a masticarla.
Gracias,
viejo, en verdad eres el mejor amigo del hombre.
—¿Y qué ha hecho estos días? —Sabrina bebió de un
trago el té que le quedaba.
—No mucho. Leí, vi un poco de televisión, escuché
la radio…
—¿No extraña su trabajo?
—No. Nunca me gustó trabajar.
—A mí tampoco —afirmó.
—¿Y vos en qué trabajabas?
—Trabajé una vez. En una tienda de ropa, el año
pasado, durante las vacaciones— su rostro adquirió cierta rigidez.
—Y no te gustó nada.
—No
—reconoció malhumorada—. El encargado era un imbécil.
—A mí tampoco me gustaba trabajar para otros.
—Claro, pero además él era insoportable. ¡Uggg,
cómo lo odio!
—¿Qué te hacía?
—No me dejaba en paz. ¡Quería que todo el tiempo
estuviera haciendo algo! ¿Qué se supone que una deba hacer minuto tras minuto
en una estúpida tienda?
—Te comprendo.
—No me pagaba para que hiciera un trabajo, ¡sino
para sentirse dueño de mí! —sintetizó al tiempo que se ponía colorada y apretaba
los dientes.
—Suele suceder.
—¡Quería que fuera su esclava!— bramó con los ojos
como platos, y apretó los dientes.
—Bueno, tranquilizate.
—¡El muy imbécil quería aplastar mi autoestima!
—dijo golpeando la mesa con la mano cerrada.
—Bueno, ya.
—¡Quería aplastar mi personalidad! —insistió dando
un golpe más fuerte que el anterior.
—¡Basta!
—¡Quería aplastar mi creatividad! —gritó. Y esta
vez el golpe fue tan fuerte que la hermosa taza de té voló por los aires. La vi
dar vueltas y me sentí el hombre más infeliz del mundo.
Me estiré e hice un esfuerzo sobrehumano por
alcanzarla antes de que se estrellara contra el piso. Peché la mesa y estuve a
punto de tirar el resto del juego de té, pero, no sé cómo, no se rompió nada, y
la dichosa taza cayó con suavidad sobre la palma de mi mano.
—Por supuesto no aguanté mucho —prosiguió Sabrina,
indiferente al desastre que había estado a punto de provocar: renuncié a los
tres días.
—Uff, sabia decisión —expresé apretando la taza
contra mi pecho.
—Ah, y hablando de otra cosa— dijo con renovada
jovialidad,— ¿encontró las fotografías,
verdad?
—Oh, sí —suspiré—, ya las traigo.
—La
serie se llama "El triunfo de la naturaleza" —expliqué.
—Interesante.
En la
primera foto había una máquina excavadora, no muy grande, semicubierta por una
enredadera. Me gustaba mucho la combinación entre el color ocre del metal
oxidado y el verde de las hojas. A la derecha de la imagen, cerca de la parte
trasera del vehículo, se apreciaba en el pasto una hilera de campanillas rojas,
unas flores muy bonitas y grandes que tienen la virtud de crecer de un modo
silvestre en los sitios más humildes.
Sabrina
se inclinó sobre la foto, la observó y dijo:
—Me
gusta porque se nota que no es algo preparado. Cualquier otro hubiese tomado
las flores y las habría enroscado entre los fierros. Pero usted las dejó así, y
queda bien.
—Además—
señalé—, podríamos agregar que la línea roja se corresponde con el color de la
máquina, y proporciona cierto balance cromático.
—Sí
—dijo ella—, todo mérito de la naturaleza.
—Ehhh...
¿Vos sos de esas que cree que el fotógrafo lo único que hace es apretar un
botón?
—Oh,
no, yo no soy “de esas”, ja, ja.
—No
es tan sencillo como parece. Y no se trata solo de saber elegir el mejor lente,
la mejor cámara, también está el tema de la luz, el ángulo, la composición. La
fotografía debe ser capaz de expresar nuestra propia voz, ¿entendés?
—Pero
usted no demoró mucho; llegó y disparó, ¿verdad?
—...
La
miré serio y dijo:
—Era
broma: es un gran trabajo. Valoro lo que hizo, no olvide que yo también soy
fotógrafa.
—Si
vos decís.
—¿Y
qué más tiene?
La
segunda fotografía mostraba la carcasa de un ómnibus vista de frente. Hasta la
base del inexistente parabrisas estaba cubierta por una espesa enredadera
repleta de campanillas violetas. Había ubicado el vehículo bien a la izquierda
para dar la idea de que la vegetación de extendía hacia el otro extremo.
Ella
la observó un rato y luego dijo:
—Se
me ocurre un buen epígrafe para esta foto.
—Ah,
¿sí? Decime.
—El
ómnibus se ha convertido en un personaje fantástico. Un ser solitario, con el
cráneo hueco, perdido en la maleza, que ahora, libre del motor y los controles
que lo han conducido por el mundo de los hombres, se abandona al sueño de las
flores.
—¡Bravo,
me encanta! Está decidido, vos vas a escribir los epígrafes.
—Será
un honor. Resulta fácil con este material. Es una gran fotografía.
—Gracias.
—Todas
son grandes fotografías.
—No
está mal para alguien que solo aprieta un botón.
—De
verdad, me gustan mucho. Es una serie genial.
—...No
—señalé con desaliento—, no lo es.
—Pero
acaba de decir que...
—Sí,
se lo que dije, pero no es una serie genial. ¿Y sabés por qué?
—No.
—Porque
no está completa.
—¿Perdió
una foto?
—No,
no la perdí. Falta una foto. Hace mucho que comprendí esto. Falta una que
exprese mejor que ninguna otra lo que quiero decir. Necesitaría sacar una foto,
genial como vos decís, que fuera la carátula de la serie.
—Y
por qué no la saca.
—Es
que no sé qué estoy buscando, aunque siempre pensé que si me topase con un
sitio así lo reconocería de inmediato.
Pero es una historia vieja, esta serie la comencé antes del fallecimiento de mi
esposa, y después ni siquiera volví a intentarlo.
—¿Qué
tal mañana?
—¿Qué?
—Usted
tiene una camioneta, y yo conozco una zona que tiene exactamente lo que
necesita.
—No,
es una locura. Además hace mucho de esto, ya no tengo esa cámara, la vendí.
—La
mía es buena.
—La
tuya es digital, y yo estoy acostumbrado a otro tipo de artefactos, tele
objetivo, gran angular, fotómetro…
—Bueno,
¿por qué no se deja de complicar? La idea es publicar las fotos en la revista.
Mi cámara servirá.
—Sí,
pero he perdido interés en ese tema.
—Porque
le faltaba motivación. Pero yo estoy necesitando algunas fotos para la revista.
¡Esa es una buena motivación! Podríamos publicar la serie completa, y añadir
una pequeña biografía del fotógrafo. Y contar la historia de las fotos, y el
viaje que hicimos para buscar la última foto. ¡Eso sería genial!
—Bueno,
no sé...
—¿Le
parece bien que venga mañana a las nueve? ¿A qué hora se levanta usted?
—Yo
me levanto a las seis.
—¡Bien!
Mañana por la mañana estaré aquí —dijo.
—¡Pero
aún no he dicho que sí!
—Un
detalle sin importancia, en los próximos minutos y horas su mente comenzará a
asimilar la idea y terminará por encantarle.
—Sabrina,
¿de qué universo te escapaste?
No me
contestó. Miró la bolsa de galletas y se dio cuenta de que estaba vacía.
—Oh,
se ha comido todas las galletas, parece que le han gustado.
—Sí,
muy ricas —mentí.
Sabrina
montó en la bicicleta y al tiempo que colocaba los pies en los pedales, me
amenazó:
—Le
traeré más la próxima vez que venga.
—¡Oh,
no te molestes, por favor!
—¡No
es molestia, de veras!
—Ah...
—suspiré.
—¿Y
los hongos? ¿Preparó los hongos?
—¡Oh,
sí, claro! Esperame.— Fui hasta la casa, tomé el frasco que había apartado y se
lo di.
—¡Gracias!
Cuando
iba por la mitad del camino de sauces, se detuvo, giró la cabeza y me gritó:
—¡Será
la mejor cacería fotográfica de la historia! ¡Hasta mañana!
Esa
noche tuve dificultades para dormir. Un montón de preguntas, que ni siquiera me
animaba a formular abiertamente, daban vueltas en mi cabeza. Me resistía a
abrir ciertas puertas. Se supone que yo era el mayor, el que debía mostrar el
debido aplomo y seguridad, pero no. Había logrado algo que juzgaba importante,
y sentía que si daba un paso en falso podría quedarme sin nada o, peor aún, con
un gusto amargo que no podría sacarme jamás.
Recién
pude conciliar el sueño a las tres de la mañana.
Me
desperté a las ocho, bastante más tarde de lo habitual.
¿A qué hora vendrá? Primero dijo a las nueve,
después a primera hora de la mañana...
Me
bañé, me afeité y me vestí con ropa cómoda y prolija. Unos zapatos leñadores,
un vaquero bueno, y estrené una remera azul.
Sabrina
llegó a las tres de la tarde, vestida como siempre, en su bicicleta y con su
mochila. Por fortuna olvidó las galletas.
—No
te preocupes, compraré algo en el supermercado de la ruta —señalé con alivio.
—Bien,
algo se me ocurrirá.
Guardamos
la bicicleta dentro de la casa y subimos a la camioneta. Cuando íbamos saliendo
de la entrada de sauces, Sabrina advirtió por el espejo retrovisor que el
General estaba siguiéndonos.
—Alguien
quiere que lo llevemos.
Miré
por mi espejo. Costaba creer que aquella mole vieja y cansada estaba intentando
alcanzar la camioneta. Debía tener muchas ganas de acompañarnos.
—Sería
mejor que se quedara a cuidar la casa.
—Pero
nadie vendrá. Y es más probable que se duerma.
—Sí,
eso es cierto.
Había
algo gracioso y al mismo tiempo enternecedor en sus movimientos de viejo
gigante.
—Además,
si nos sigue podría perderse.
—Ya—.
Frené.
El
animal llegó con la lengua afuera. Le palmeé el lomo y lo ayudé a subir a la
caja.
—Está
bien, nos vamos todos a pasear.
Después
de salir a la ruta, nos detuvimos en el supermercado.
Me
quedé en la camioneta con el motor encendido y le di dinero a Sabrina para
comprar algo de comer.
Encendí
un cigarrillo. Prendí la radio pero las pocas emisoras que pude sintonizar eran
espantosas.
En el
preciso instante en que Sabrina entraba al vehículo, una mujer, amiga de mi
difunta esposa, salía del supermercado. Miró hacia la camioneta y pensé que iba
a saludarme, pero no. Hizo un gesto de desaprobación, volteó el rostro y siguió
su camino.
Puse
marcha atrás y salí del estacionamiento.
Sabrina
se abrió la campera y sacó una botella de whisky.
La
miré sorprendido, y me dijo:
—Nadie
me vio.
—Pudiste
haber ido presa.
—¿No
va a asustarse, verdad?
—No,
yo también robé alguna cosa de los supermercados cuando era joven, pero sería
una pena que por una tontería así se arruinara nuestra salida. Y además, vos
les vendés avisos a ellos, ¿no?
—Sí.
Pero como me conocen no me vigilan —respondió con naturalidad.
—Está
bien, sólo robás a los que te conocen.
—No
se preocupe, a usted nunca…
—Ah,
bueno, te lo agradezco —dije sin intentar ocultar mi mal humor.
Me
dio el vuelto y me mostró lo que había comprado: unos sandwiches de jamón y
queso y un refresco.
—¿Usted
ya almorzó? —preguntó.
—Sí,
pero vos comé si tenés hambre.
Sacó
un sandwiche de la bolsa y empezó a devorarlo.
—Según
el mapa que tengo en mi mente —ruido de molares—, la fortuna nos espera a tres
kilómetros de aquí.
Seis
kilómetros después —porque le había errado a los cálculos— llegamos a un campo
abandonado.
Había
cinco esqueletos de autos entre los pastos y los yuyos.
—No
está mal —reconocí.
Al
mostrar tantos vehículos deteriorados, era más contundente el triunfo de la
naturaleza sobre la civilización.
—Mientras
veníamos para acá pensé en un epígrafe para la foto —afirmó ella.
—Ah,
bien, me interesa —dije mientras intentaba lograr un buen encuadre.
—Después
de dramáticos enfrentamientos, el campo de batalla luce sus despojos —dijo con
una gravedad que me resultó muy graciosa.
—Sí,
¿por qué no?
Saqué
varias fotos desde distintos ángulos. Cuando ya pensaba irme, Sabrina tuvo una
idea.
—¿Por
qué no se tira debajo de ese? —señaló una camioneta Volkswagen de los 70—. Así
podría tomar mejor los yuyos que crecen adentro.
—Mmm,
¿te parece?
—A
menos que no quiera tirarse al piso —dijo con sorna—. Podría ser perjudicial
para su espalda.
Me
reí.
—No
soy tan viejo, eh.
Me
acerqué y miré. No parecía haber vidrios rotos, pero los pastos eran demasiado
altos como para tirarme al suelo, me habrían tapado.
Sin
embargo, sí pude meter medio cuerpo adentro del vehículo y fotografiar el
interior. Estaba herrumbrado, y lleno de yuyos, de pastos, de plantas.
Aunque
faltaba el chasis, todavía tenía los asientos y había estopa desparramada en el
asiento del conductor y en el de al lado. Cuando miré la parte trasera quedé
paralizado: en el asiento, puesta como para exposición, formando una “s”, había
una enorme víbora de color rojo y negro.
Estaba
tan cerca que me dio miedo. Pero no podía dejar pasar esa oportunidad. Enfoqué,
prendí el flash y saqué la foto.
El
ofidio se movió, pero disparé de nuevo. Me pareció que iba a atacarme. Retiré
la cabeza para atrás e intenté una tercera toma, pero se deslizó del asiento y
se escabulló entre los pastizales.
El
General estaba olfateando cerca del vehículo, y como temí que recibiera una
mordedura, decidí que ya era hora de irnos.
La
segunda foto salió poco clara, pero la primera era muy buena. En ella se veía
parte de una ventanilla y del asiento, y en primer plano la víbora. El color
blancuzco del tapizado contrastaba con los colores fuertes del animal.
—El
epígrafe —señaló Sabrina— debería ser algo como: “las antiguas máquinas tienen
nuevos propietarios”.
Cuando
ya habíamos retomado la ruta, Sabrina dijo:
—Esto
merece una celebración.
Y
dicho esto, abrió la mochila, sacó una botella de whisky y se la empinó.
Y pensar que yo la invitaba a tomar el
té.
Después
me tendió la botella y yo también tomé.
—Nuestra
próxima meta —explicó alzando un dedo— está a diez kilómetros de aquí.
—Nooo
—protesté.
—Nada.
Todo tiene su precio.
—Oh,
callo y obedezco. Pero si no vale la pena te voy a odiar.
El
sitio elegido por Sabrina estaba a doce o trece kilómetros, y a tres cuadras de
la ruta.
Cuando
bajamos ella me señaló una maceta de lata que había sido abandonada a un
costado de la calle de pedregullo. No había ninguna flor, el recipiente estaba
oxidado y roto, y la tierra se salía por los costados.
—¡Aquí
la tiene! —dijo como si presentara la octava maravilla del mundo.
—Sabrina…
—empecé a encolerizarme.
—¿Es
perfecta, no cree?
—Sabrina…
—Una
genuina maceta descascarada, con llamativas variaciones de color y de textura.
—Sabrina…
—El
tiempo, la lluvia y el óxido han creado esta maravilla irrepetible…
—Sabrina…
—…
¡que hoy se ofrece a nuestros asombrados ojos!
—Sabrina…
—¿No
es genial?—. Sus ojos brillaron y mostró la sonrisa más estúpida que había
visto en toda mi vida.
—Sabrina…
¿me hiciste manejar todos estos kilómetros para ver esta maceta de mierda?
Ella
sostuvo unos segundos más esa expresión en su rostro, y luego dijo:
—Es
broma. Lo que quería mostrarle está a mitad de cuadra, venga.
Suspiré.
¿Por qué me hace estas cosas?
Caminé
tras ella. A mitad de cuadra se detuvo frente a un predio cercado por un
alambrado. Tras éste, se levantaba— o se caía dado el caso— una soberbia casona
de principios del siglo XX. Una de esas típicas construcciones que hicieron los
inmigrantes italianos, que parecían hechas para albergar a gigantes. No había
puertas, y las ventanas tenían los vidrios rotos. Los pastos de la entrada eran
tan altos como un niño de cinco años, y en toda la vivienda, que amenazaba con
desmoronarse de un momento a otro, se extendía una enredadera que seguramente
había crecido libre durante años.
Sabrina
me señaló una rotura en el tejido.
—Deberíamos
haber traído botas —consideré—. Sobre todo después de lo que hemos visto.
—No
vamos a volver.
—No,
supongo que no.
Nos
agachamos un poco, pasamos a través de la rotura, y comenzamos a abrirnos
camino entre los pastizales. Era como caminar dentro del agua.
Saqué
fotos mientras avanzaba. Pensé que sería interesante hacer una secuencia de
acercamiento, para que el observador se sintiera protagonista de aquella
intrusión.
Demasiadas
ideas pasaban por mi cabeza en ese momento. La casa podía significar muchas
cosas: la Casa
del Tiempo, la Casa
del Olvido, la Casa
de la Naturaleza,
la Casa
del Silencio… Pero yo no estaba en condiciones de saberlo, así que me limitaba
a fotografiarlo todo, confiando en que las imágenes serían suficientes para
encontrar respuestas.
Entramos.
La casa había sido abandonada, casi con seguridad saqueada por incontables intrusos,
y lo que ahora tenía frente a mí, era un cuerpo frágil y anciano que no
terminaba de morir. En los claros que dejaba la enredadera, se veía la
superficie porosa, agrietada, con manchas, pero no había olor a nada, salvo a
ese verde que piadosamente se extendía sobre el piso, las paredes y el techo.
—Esto
puede caerse en cualquier momento —dije, y escuché mi propio eco.
—¿Qué
sería esto, el comedor? —preguntó
Sabrina. Y la casa le devolvió la pregunta.
Había
flores en una habitación; rojas, parecidas a tréboles, pero más grandes.
Cubrían casi la mitad del piso.
Yo no
dejaba de sacar fotos. Aquel era un sitio maravilloso para mis intereses, y al
mismo tiempo sentía que tenía que alejarme rápidamente de allí.
Un
haz de luz me hizo mirar hacia arriba. La rotura en el vidrio de la claraboya
era grande, tanto que uno podría llegar a pensar que había sido producida por
la caída de un ser humano. Pero aquella era una posibilidad demasiado horrenda
para ser considerada.
Escuché
un ruido entre los pastos; una rata quizá.
—Me
siento atrapada —dijo Sabrina. Y la casa repitió sus mismas palabras.
Un
trozo de madera podrida cayó del cielorraso, a un metro de mí.
Tomé
a mi compañera del brazo, y salimos.
Regresamos
al vehículo.
—¿Y
ahora? —pregunté.
—Cinco
kilómetros.
—Bueno,
supongo que deben ser siete u ocho, o diez. ¿Qué sigue? ¿Otra maceta o una
casa?
—…
—Está
bien, confiaré en vos.
Cuando
ya habíamos retomado la ruta y avanzado varios kilómetros, Sabrina abrió su
mochila, sacó unas hojas y me dijo:
—Necesito
mostrarle algo.
Tenía
el rostro serio y eso me llamó la atención. Además me inquietó la forma en que
lo dijo. No era algo que deseara compartir, sino que necesitaba compartir.
—¿Qué
tenés?
Eran
esos dibujos hechos a lápiz que había visto por primera vez en el jardín de mi
casa. Parecían simples manchas. En su momento ella no me había permitido
apreciarlos en detalle.
—Mírelos.
—Me
hacen acordar a las láminas del test de Rorschach.
—No,
no es eso. Es un bosque, la silueta de un bosque.
—Ah,
sí, podría ser.
—Pero
no son iguales. Mire, los dibujos están numerados. ¿Qué es lo que nota?
—Son
parecidos, pero…
—¿Pero
qué?
—No
sé a qué te referís.
Molesta,
me arrebató las hojas y dijo al tiempo que las pasaba una a una:
—¿No
se da cuenta? Es el mismo bosque, pero cada vez es más grande. ¿Lo ve? —señaló
al tiempo que comparaba la hoja 1 y la 2—. Esta parte es igual a esta otra,
pero aquí aparece algo que no estaba antes.
—Dibujaste
el crecimiento del bosque.
—Sí.
¿Y no se imagina por qué?
—...
—¿Le
parece normal?
—…Todos
los bosques crecen, supongo.
—Sí,
pero no de la forma en que lo hace éste —puso en orden las hojas sobre la mesa,
y preguntó—: ¿Sabe cuánto tiempo transcurrió entre un dibujo y otro?
—No.
—Un
día.
—Ah,
es raro.
—No
es raro, es diabólico. Y el crecimiento es cada vez más rápido. Entre el dibujo
5 y el 6 aumentó casi un veinte por ciento.
—¿Estás
segura?
—¡Claro!
No se imagina la angustia que sentía. Todos los días miraba el bosque desde la
ventana de mi cuarto y lo comparaba con la ilustración anterior. A veces tenía
pesadillas y me despertaba empapada en sudor. Había llegado a la conclusión de
que el bosque crecía por las noches.
—¿Cuándo
hiciste esos dibujos?
—Hace
diez años.
—Hace
diez años tenías…
—Diez.
—¿Y
tus padres te creían?
Negó
con la cabeza.
—Pero
usted sí me cree, ¿verdad?
—...
Su
rostro se ensombreció, y agregué:
—No
digo que mientas, probablemente se deba a un error de apreciación.
Sabrina
recogió los dibujos en silencio y los guardó en la carpeta.
Nos
detuvimos junto a un bosque.
Sabrina
fue la primera en bajar. Metió la bolsa
con los víveres en la mochila, se la acomodó a la espalda y empezó a caminar.
La seguí.
—¿Me
vas a decir ahora lo que vinimos a fotografiar?
—Ya
estamos cerca.
—¿Te
gusta el misterio, eh?
—Falta
poco.
Al
cabo de unos minutos, llegamos a un claro del bosque, y lo que vi me tomó de
sorpresa.
—No
lo esperaba, ¿verdad? —dijo Sabrina, triunfante.
—Es…
—Sí,
es igual.
—Apenas
puedo creerlo.
En
pleno bosque, semicubierta por la vegetación, y en un triste estado de
abandono, había una camioneta igual a la mía; idéntica hasta en el color bordó.
Tenía
la chapa picada; el herrumbre era más notorio en el radiador, los guardabarros
y los listones horizontales de aluminio, pero no parecía haber sido víctima del
pillaje. Nadie se había molestado en quitarle los neumáticos —previsiblemente
desinflados—, ni los faroles, ni los asientos, ni los espejos. Simplemente
había sufrido el implacable paso del tiempo. Sobre la criatura de metal habían
caído la lluvia, el granizo, las horas,
los días y los años. Había sentido los vientos de la primavera, los calores
furiosos del verano, la melancolía húmeda del otoño, y el frío y el olvido del
invierno, una y otra vez. Y ahora, esa máquina vencida, me hablaba desde su
lecho de pastos, yuyos, flores y soledad.
Aquel
hallazgo parecía muy apropiado para cerrar una serie de fotografías destinadas
a mostrar el paso del tiempo y el inexorable triunfo de la naturaleza. Podía
confrontar una foto de mi vehículo y de aquel otro que era una copia exacta
pero envejecida. Sin embargo, no pude evitar sentir un escalofrío.
—Es
una extraordinaria casualidad —dije—. Si es que existen las casualidades.
—Los
surrealistas no creían en casualidades, ¿verdad? —apuntó Sabrina.
—No,
tenés razón. Ellos hablaban del “azar objetivo”.
Saqué unas cuantas fotos, hasta que una tristeza
irracional comenzó a apoderarse de mí. Intenté ignorarla, pero fue inútil,
porque en lugar de desaparecer, fue ganando en consistencia hasta sujetarme
como una mano helada. Creí que podría zafarme, pero no lo conseguí. Sentí un
mareo, me apoyé sobre el techo del vehículo, y una serie de imágenes, asociadas
a mi propia camioneta, comenzó a invadir mi mente. En el momento en que
comenzaron, me di cuenta de que aquello no podía ser, pero fue como si me
ataran a una silla y me obligaran a presenciar un espectáculo. Recordé el día
que la había comprado en un pueblo del interior a un almacenero de acento
francés; mi primer televisor color, un 24 pulgadas, que
transporté en la caja; también recordé a
mi esposa viajando a mi lado, vi su mano sobre la mía, respondí a su mirada con
una sonrisa, y luego me encontré manejando la camioneta de noche, por la ruta,
viendo a lo lejos las luces de otros vehículos. Y cuando me di cuenta de lo
absurdo de todo aquello, noté que tenía la frente sudorosa.
El
General parecía nervioso y daba vueltas en torno a nosotros. Iba a sugerir que
nos marcháramos, pero Sabrina insistió en que era un buen lugar para improvisar
un picnic. Tomó la bolsa del supermercado y se sentó en el pasto. Aspiré una
bocanada de aire y me senté a su lado.
Saqué
un pañuelo y me lo pasé distraídamente por la cara. Comí unos sandwhiches y
tomé una Coca—Cola. No podía dejar de ver la camioneta.
—¿Qué
me dice ahora? —preguntó Sabrina—. Era la foto que le estaba faltando, ¿verdad?
—Sí,
creo que sí.
—¿Sólo
cree?
—No,
no, está muy bien.
—El
final de la serie podría ser así: primero una foto de su camioneta, y luego la
que encontramos en el bosque.
—Sí,
se vería bien.
—La
verdad es que yo recordaba una camioneta pero no estaba segura de que fuera
igual a la suya. Pero es la misma.
—Sí,
lo es.
—Lo
noto un poco distraído. ¿Se siente bien?
—Sí,
bien —mentí mientras una gota se deslizaba por mi sien.
—Tengo
el epígrafe de las últimas fotos.
—Decime.
—Y al
final, la naturaleza triunfará sobre todas las cosas y reinará en el mundo.
—Está
bien, me gusta—. Intenté, con esfuerzo, enfocarme en la conversación —Sí,
definitivamente es el cierre perfecto. Será un gran reportaje.
—Sin
duda —apuntó Sabrina—. Todo ha salido a pedir de boca. Las fotos de los autos,
de las casa, la víbora…
—Además
es algo original —reconocí—, porque hoy en día todo el mundo habla de los
problemas del medio ambiente, de la destrucción de las selvas, de los bosques,
y nosotros salimos a decir que al final será la naturaleza la más poderosa.
—Sí,
pero en el fondo —preguntó mirándome a los ojos—, ¿no le da un poco de miedo?
Iba a
decirle que no, justo cuando un sonido irritante me puso los pelos de punta.
El
General estaba ladrándole a la espesura. Ladraba de un modo desesperado, como
si en ello se le fuera la vida.
Miré
hacia el bosque; no vi nada.
Me
puse de pie y fui con él.
Nunca
lo había visto así.
—Tranquilo
—le acaricié el lomo.
No se
calló, y clavó aún más los ojos en el follaje.
—¿Qué
sucede? —preguntó Sabrina.
—No
lo sé. Debe haber un animal.
El
perro avanzó. Intenté sujetarlo del cuello, pero estaba decidió a meterse en
problemas, y se me escapó.
Lo
llamé a los gritos, pero no me hizo caso, y en un segundo el bosque se lo tragó.
—¿Dónde…? —preguntó Sabrina.
—Por
allá —señalé.
En
ese momento lamenté no haber tenido un arma.
Corrí
tras el ladrido del General, hasta que sentí una puntada. Sabrina me alcanzó
cuando estaba con las manos en la cintura y me esforzaba por morder un poco de
aire.
—¿Qué…?
—. Se había colgado de nuevo la mochila a la espalda y parecía asustada.
—No
sé.
—Por
la forma en que ladraba, parecía dispuesto a matar.
—Sí
—admití—, y es muy raro, porque no es un perro malo, vos sabés.
—Tal
vez perseguía a un fauno —dijo sin mucha gracia.
—Poco
probable.
—¿Un
gato?
—No
creo, nunca le prestó atención a los gatos. Había uno en casa y dormía
recostado contra él.
—¿Y
entonces?
—No
tengo idea, pero me preocupa que lastime a alguien.
El
ladrido del General sonó lejano.
Seguimos
adelante, gritando su nombre una y otra vez. Los ladridos eran cada vez más
espaciados y me costaba darme cuenta de dónde provenían.
—¿Y
si lo esperamos? —dijo Sabrina no muy convencida.
—Sigamos.
—Si
perseguía a un ser humano ya debería haberlo alcanzado, ¿no?
—No
puede estar lejos —afirmé. Pero la verdad es que era una simple expresión de
deseo, porque ya no escuchaba el ladrido.
Caminamos
con rapidez, largo rato, sin dejar nunca de llamarlo.
Solo
había senderos de hojas mustias, y árboles y más árboles. El aroma de los
eucaliptos era arrastrado por ráfagas de un viento frío. Cuando alcé la vista
advertí que el cielo había comenzado a teñirse de manchas oscuras.
—¿No
debería haberse cansado ya?
—Sí
—dije—, eso mismo estaba pensando.
De
pronto, volvimos a escuchar al General, pero ahora, ese ladrido que me era tan
conocido, sonaba de un modo extraño, como si se originara en el interior de una
lata.
Aquel
sonido filtrado ya no provenía de un punto lejano del bosque, sino que parecía
habitar en el aire que estaba sobre nuestras cabezas. Lo escuchamos tres veces,
y después se hizo el silencio.
En
los ojos de Sabrina podía leer el mismo sentimiento que comenzaba a apoderarse
de mí.
—No
entiendo —me detuve para tomar aire.
Respiré
el perfume de los eucaliptos, que entonces me pareció más intenso que de
costumbre.
Sabrina
estaba tan cansada como yo.
—¿Habrá
caído en un pozo, en una trampa? —había fatiga en su voz.
—Ni
idea —dije. En el momento en que las palabras salían de mi boca, advertí que la
tensión había comenzado a ganar mi ánimo.
—¿Una
gruta?
—Por
el sonido.
—Sí,
aunque no creo que exista tal cosa por estos lados.
—Ya
no sé qué pensar —reconocí con fastidio.
—Algo
vio.
Los
mudos eucaliptos se extendían hasta más allá de nuestra vista.
Aunque
nuestra voluntad había mermado, seguimos caminando.
—Podríamos
volver y esperar que el General regrese —dijo ella con un hilo de voz.
—Sí,
aunque no sé si nos convendría regresar. La salida no puede estar muy lejos,
¿verdad?
Me
giré para ver su rostro.
No
contestó, estaba angustiada.
Por
un segundo pensé que iba a buscar refugio en mis brazos, pero cuando me
acerqué, ella se alejó de forma discreta.
Estábamos
exhaustos.
Sabía
que un bosque de esas dimensiones no podía existir, se hablaría de él en todas
partes, sería muy conocido.
Decidí
treparme a un árbol, para ver hacia dónde nos convenía caminar.
Hacía
años que no me subía a uno, desde la niñez.
Por
fortuna las ramas no estaban muy separadas unas de otras, lo que me permitió ir
ascendiendo sin mayores peligros.
Mientras
subía, Sabrina me confesó que ella nunca se hubiese animado, porque le daba
vértigo. Así que todo dependía de mí. No había decidido ir a ese lugar, pero
ahora sentía que era el único capaz de encontrar una salida.
Me
daba miedo subir a las ramas más altas, pero después de ascender metros y
metros, comprendí que no iba a tener más remedio que hacerlo.
Las
ramas se doblaban bajo mi peso y empecé a temer por mi integridad, sin embargo,
ya estaba muy lejos del suelo y no quería bajar sin haber logrado mi objetivo.
Cuando
llegué hasta lo más alto que me era posible, sentí un escalofrío.
Mientras
un viento frío me azotaba la cara y despeinaba mis cabellos, observé el
insólito panorama. En todo el espacio circundante, en absolutamente todo el
territorio que mis ojos alcanzaban a ver, no había otra cosa que árboles de
eucaliptos. Uno al lado del otro, extendiéndose hasta más allá del horizonte.
Aquello
era absurdo, debería verse la camioneta, la carretera, algunas calles, casas,
pero solo había eucaliptos. Miles y miles de eucaliptos, aunque sería más justo
decir millones y millones. El mundo no era otra cosa que un bosque.
Las
sombras estaban extendiéndose y comprendí que la noche no tardaría en llegar.
¿Sería acaso la falta de luz que me jugaba una mala pasada? Sí, tenía que ser
eso, y el cansancio, y mi cabeza, que seguramente no estaba funcionando bien.
Sabrina
gritaba. Aunque no alcanzaba a escuchar cada palabra, parecía obvio que me
estaba preguntando qué había visto.
—Sabrina…—pregunté
al bajar—. ¿Es éste, verdad?
Hizo
un gesto afirmativo con la cabeza; estaba llorando.
—…Pero
está más grande.
—Por
eso querías venir. No te interesaba ninguna cacería fotográfica. Querías
enfrentarte a tus propios miedos. Pero no podías hacerlo sola. Y necesitabas un
testigo.
Se
alejó unos metros; yo no pensaba hacerle nada, lo único que quería era
encontrar a mi perro y escapar de allí.
Caminé
hacia ella. Reculó y su espalda chocó contra un tronco.
Coloqué
una mano sobre su hombro.
—Encontraremos
al General y nos iremos de aquí.
Como
no pareció muy convencida, le repetí la afirmación, aunque tal vez lo hice
porque yo mismo necesitaba creerlo.
Intentó
sonreír.
Mi
mano sujetó su barbilla y la obligué a mirarme a la cara.
—Le
mostré los dibujos, pero usted no me creyó.
—Sí,
lo hiciste —admití—. Pero no creo que exista eso que vos decís: el bosque que
crece por las noches.
—Pero…
—Probablemente
es un sitio laberíntico, algo así. No tenemos que ponernos nerviosos, es todo.
Intentó
apartar sus ojos de los míos; acaricié su mejilla y su cabeza se recostó en mi
mano.
Cuando
oscureció y se hizo evidente que deberíamos pasar la noche en el bosque,
resolvimos encender una fogata.
Limpié
el suelo, hice un círculo con algunas piedras y junté leña.
Las
hojas de eucaliptos, muy combustibles, facilitaron la tarea.
Sabrina
fue a buscar más ramas y yo me quedé cuidando el fuego.
Estuve
rato mirando las llamas, hasta que escuché gritar a mi compañera.
Me
paré y corrí hacia ella.
Cuando
la encontré estaba sentada contra un árbol, y temblaba.
Me
puse en cuclillas y la abracé.
—Los
escuché —dijo llorando.
—¿Los
escuchaste?
—Sí.
—¿A
quiénes?
Se
enjugó las lágrimas y respondió entre sollozos:
—Mis
padres.
—¿Tus
padres? Pero están en España, ¿verdad? Es lo que me dijiste.
—Sí…
pero los escuché.
—Solo
estás asustada. A veces cuando la gente está sola, cree escuchar voces o
fragmentos de canciones en el viento. Es normal, no te preocupes.
La
ayudé a pararse.
—Pero
este no es un bosque normal —refutó.
Pasé
mi mano por su hombro y la guié en dirección al campamento.
Después
de avanzar unos pasos, sentí el impulso de preguntarle a Sabrina: ¿qué sucedió
en este bosque? Sentí que ahí podía estar la clave del misterio. Pero antes de
formular la pregunta, escuché un sonido que me provocó un escalofrío. Era la
voz de mi esposa:
—¿Qué
hacés acá? ¿Quién es ella?
Miré
a Sabrina, pero ella no pareció escuchar nada.
Tras
terminar con los sandwhiches y el refresco, Sabrina tomó la botella de whisky y
bebió sin miramientos. Bebí unos tragos y se la devolví.
Me
sentía feliz. En la noche del bosque las preocupaciones habían hecho una pausa.
El calor del fuego me daba una sensación muy grata, y el crepitar de los leños
era como una música de fondo para las palabras de Sabrina. Hablaba de poesía,
de la revista y, casi de modo inevitable, la hoguera le recordó al palíndromo
que días atrás había ocupado nuestra atención.
—In girum imus nocte et consumimur igni
—dijo, demostrando que se lo había aprendido de memoria.
Me hizo gracia que pronunciara esa frase tan
rimbombante en el estado etílico en que se encontraba, pero intenté
concentrarme en lo que decía.
—Imagino seres primitivos danzando
alrededor de una fogata —señalé—. Algo ritual, religioso, un intento de
comunicación con otros planos.
—¿Dioses?
—Sí,
dioses, o simplemente “lo sagrado”. Quizá el
fuego tenga el sentido bastante obvio del conocimiento, y en ese caso la
noche sería la ignorancia. Y podríamos interpretar que morimos mientras damos
vueltas intentando saber.
—O
tal vez el fuego sea algo más —sugirió con voz gangosa.
—El
conocimiento, la vida.
—O
algo más.
Ahora
yo veía su perfil y parecía serena, como si armara un rompecabezas que solo
ella podía ver. Juntó un par de ramas y las arrojó a la hoguera. Luego tomó una
rama larga y separó algunos troncos para que el fuego se expresara.
Las
llamas eran cuerpos en danza. Figuras blandas que ondulaban y con los brazos en
alto parecían llamar a los espíritus de la noche.
Sabrina,
de espaldas a mí, se agachó para acomodar unas ramas. Le veía algo más que la
espalda, y no pude evitar que mi mente fantaseara con la posibilidad de bajarle
el pantalón para después acariciar aquel cuerpo que debería estar tibio por la
proximidad del fuego.
—“Hoy
tocaré la flauta de mi propio espinazo”, me encanta ese verso —dijo de pronto.
—Muy
bueno.
Ella,
inmóvil, me dejaría hacer. Mis manos recorrerían primero sus piernas, palpando
la consistencia de los músculos y la suavidad de la piel.
—“Amaré,
cuidaré de tu cuerpo como el soldado recortado por la guerra, inútil,
solitario, cuida su única pierna.”
—Una
interesante perspectiva.
Luego,
una mano se deslizaría bajo el tejido de la bombacha y subiría sin prisa los
perfectos glúteos, de una palidez y suavidad casi infantil.
—“Prueben
como yo, a darse vuelta como un guante y ser todo labios” —añadió.
—Excelente.
Después
rodearía su cintura y mi mano empezaría a descender por sus senos perfectos, su
vientre plano, sus vellos sedosos.
Sabrina
se giró y me miró. No sé si se dio cuenta de que la había estado observando,
pero yo sentí que no podía ser de otro modo.
—Ya
sé lo que voy a hacer —dijo alzando la botella con una mano.
—¿Sí?
—Ya
resolví el nombre de la revista —explicó arrastrando las palabras—. Se llamará
“La revista de Sabrina”, y abajo dirá en letras pequeñas: “¡Esto no es una
pipa!”
—¡Me
encanta!
Soltó
otra risotada. Sus piernas se aflojaban. Pensé que iba a sentarse, pero comenzó
a bailar alrededor de la fogata, con la espalda arqueada y la vista al piso.
Los largos cabellos le cubrían buena parte del rostro, pero parecía estar en un
sitio muy lejano. Una música que yo solo podía adivinar, debía sonar claramente
en su cabeza, y bailaba y bailaba, como si no pudiese dejar de hacerlo. Apenas
bajaba el ritmo para beber otro trago de whisky y seguía bailando. Estaba tan
ensimismada en aquellos pasos casi tribales que parecía no percatarse de la
proximidad del fuego, ni de que un par de botones de su camisa se habían
desprendido.
Tropezó
y vi que iba a caerse, pero no me dio tiempo a pararme, así que lo único que
pude hacer fue recibirla entre mis brazos cuando se desplomó. Su rostro quedó
muy cerca del mío, tan cerca que sentí
su respiración agitada y su piel, que olía a alcohol y a eucaliptos quemados.
En
ese instante sus ojos dejaron de parecerme los ojos de Sabrina y fue como si
una luna los iluminara desde adentro. Sus labios se abrieron.
Saboreé
la delicia de su boca y deslicé una mano dentro de su camisa. Nuestras vidas
—el dibujo de nuestros pasos sobre el mundo— habían sido como raíces destinadas
a encontrarse. Y de pronto todo tenía un sentido, sin necesidad de formular ni
contestar ninguna pregunta, porque existía un lenguaje que estaba más allá de
todo lo conocido, y se podía sentir en aquella oscuridad que pasaba su lengua
sobre nosotros.
Nos
pusimos de pie y comenzamos a desnudamos frente a frente, sin dejar de
mirarnos. Jamás un cuerpo me había parecido tan hermoso. Nada comparable a esa
delicada belleza tijereteada por los resplandores de la hoguera. Se tendió
sobre las ropas, y se abandonó a mí. Tenía una piel increíblemente suave, y
temblaba al mínimo contacto de mis manos. La besé en el rostro, en los senos,
en el vientre, y entre las piernas, mientras ella acariciaba mis cabellos.
Cuando ya no pudo seguir soportando la dulce tortura, entré en su tierno cuerpo
y empezamos a movernos.
Casi
podía sentir el bosque que crecía en nuestro interior y ver los troncos, las
ramas, las hojas y los aromas que avanzaban como una melodía que buscara las
estrellas.
Mis
pensamientos se redujeron a puras sensaciones, y dejé que mi mente viajara y se
perdiera en aquella circulación de altas maderas.
Sabrina
se quejaba de placer y me incitaba a ir más lejos.
Y así
las ramas, que al principio se extendían gráciles, comenzaron a transformarse
en armas puntiagudas que buscaban desgarrar los músculos, perforar la carne y
esparcir las vísceras, hasta pintar un bosque rojo que abarcara el universo.
Mi
mano sujetó su cuello y de pronto sentí el irrefrenable deseo de llevar aquella
experiencia hasta un punto sin retorno. Empecé a apretar y a apretar cada vez
más fuerte. Sabrina estiró un brazo, alcanzó una piedra y me golpeó con ella en
la cabeza. Eso sólo aumentó mi excitación. Quería destruir, devorar, fundirme
con los elementos, y ser uno con el bosque. Ella me asestó de nuevo y la sangre
se deslizó por mi rostro. Y aquello era sólo el principio.
Nos
despertamos cuando el sol comenzaba a abrir los colores del bosque.
Las
hojas del suelo, la corteza de los troncos, las copas de los árboles que mecía
el viento, todo lucía con esplendor. El canto de los pájaros era una fiesta; y
el perfume del aire, ¿cómo no asociarlo con los caramelos de eucaliptos?
Una
mariposa azul se posó sobre el hombro de Sabrina. A pocos metros, no menos de
cinco o seis ejemplares iguales volaban entre los árboles de un modo
coordinado, dibujando una curva sinuosa.
Movida
por un impulso, Sabrina corrió tras ellas, y yo la seguí. Pero antes de
alcanzar a las mariposas, un ladrido familiar sonó con fuerza.
El
General se abalanzó sobre nosotros y saltó y ladró y jugueteó. Lo abrazamos y
nos reímos. Era el mismo perro de siempre, torpe y feo, sólo que ahora parecía
rejuvenecido. Con ladridos y movimientos de su cuerpo nos hizo saber que
deseaba que lo siguiéramos, y eso hicimos.
Los
tres juntos nos fuimos caminando por el bosque, que no dejaba de tornarse más y
más luminoso. Caminamos, caminamos y caminamos, y así, de tanto andar, llegamos
a un claro donde crecían unos hongos del tamaño de casas. Eran de copas
redondas, perfectos, tan hermosos que parecían dibujados, y los había violetas,
azules, verdes con rayas amarillas, y rojos con lunares blancos. También vimos
un árbol con un tronco formado por fibras verdes y gruesas que se trenzaban
como poderosos músculos. Un árbol extraordinario que se hundía en el cielo. Un
árbol que llegaba hasta un sitio donde
uno sólo esperaría encontrar nubes, aves enormes, o el castillo de un gigante.
Pablo
Dobrinin
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