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sábado, 16 de mayo de 2020

Blue


Queridos amigos, los invito a leer este cuento que forma parte del libro Colores peligrosos.


Blue



Las leyendas afirmaban que Blue se comía crudos a sus amantes. Los seducía, los hacía disfrutar grandes placeres, y finalmente, cuando creían haber alcanzado las cumbres del éxtasis, los devoraba con delectación. Sin embargo, raramente alguien podía resistirse a su llamado.

Ella era la mujer más obesa y hermosa del mundo. Los hombres anhelaban ir a su encuentro, y las mujeres, para complacer a sus esposos, querían imitar su gordura. El problema era que nadie sabía cuánto pesaba Blue. Algunos estimaban mil o dos mil kilos, y otros hasta seis mil. No había acuerdo en este punto.

Los Sacerdotes de las Montañas Pensantes decían que su cuerpo era un desierto blanco e infinito, en el que los hombres no se perdían, sino que lograban encontrarse por primera y única vez consigo mismos. Comparaban a su negro cabello con el viento de la noche, a sus ojos con enormes zafiros, y a sus labios con el sangriento ocaso.

Blue era el principio y el fin. La felicidad y el sufrimiento. La vida y la muerte. La superación de todas las contradicciones.

* * *

Las Sagradas Escrituras enseñaban que la multiplicación de las carnes era proporcional a la multiplicación de la dicha. Esto obviamente era cierto, y cualquiera que hubiese estado con diferentes mujeres lo habría podido comprobar. Pero había un punto en el que los preceptos religiosos se mostraban excesivamente ingenuos: cuando puntualizaban que sólo los más virtuosos podrían acceder a las amantes más obesas. En el mundo las cosas no sucedían de ese modo. Las mejores jóvenes siempre se casaban con los hombres más ricos, aunque éstos hubiesen obtenido su fortuna por medios viles. Los pobres nunca encontraban cónyuges que pesaran más de cien o a lo sumo ciento veinte kilos. Por otra parte, las mujeres públicas no excedían los ciento cincuenta kilos, pues aquellas que pasaban esta medida no tardaban en conseguir un esposo adinerado, o en ser reclutadas para el Palacio de Blue.

* * *

Mucho antes de alcanzar la evolución espiritual que me permitiera recordar mis vidas anteriores, el enigma de Blue ejerció sobre mí una verdadera fascinación. Quise conocer todo lo que las personas sabían o pensaban de la Diosa. Eso me llevó a una peregrinación por el mundo, y en todas partes comprobé que era adorada por la gente. Día y noche se rogaba por su bienestar.

Lo más curioso lo presencié en un pueblito, situado al norte de los Bosques Negros. Allí las mujeres se habían encarnizado en una competencia para ver quién lograba pesar más kilos. Con el objeto de engordar a sus esposas, los maridos trabajaban largas horas en el campo, y al llegar al hogar también se encargaban de las tareas domésticas, para que ellas no desperdiciaran energía. En ese lugar vivía la criatura más rolliza y hermosa que había puesto sus pies sobre la faz de la tierra, a excepción de la propia Blue, naturalmente. Estaba tan gorda que no se la pudo pesar en una balanza corriente, y fue necesario traer una desde un poblado vecino. Como a la participante le costaba desplazarse por sus propios medios, debió ser ayudada por un grupo de robustos campesinos. Pesó la imbatida marca de cuatrocientos cuarenta y ocho kilos con seiscientos veintitrés gramos. Por desgracia falleció pocos días después, seguramente a consecuencia de tantas emociones. Nunca podré olvidar la tristeza que vi en aquel entierro. Sobre todo la que se reflejaba en los rostros de las cuatro gordas huerfanitas, mientras trataban de cubrir la tumba de su madre con pétalos de rosa.

* * *

Había niñas que nacían flacas y, pese a los denodados esfuerzos de la comunidad, no podían engordar. Cuando cumplían una determinada edad en que se hacía evidente que no iban a mejorar, sus padres, con una mezcla de vergüenza y desconsuelo, las enviaban a las Montañas del Olvido. Allí vivían hacinadas en apestosas cuevas, hasta que se marchitaban y morían. Sin embargo, existían individuos que, desafiando todas las prohibiciones, convivían durante un tiempo con algunas mujeres y las dejaban embarazadas. Esto había provocado que la población de las Montañas del Olvido se multiplicara hasta extremos peligrosos. Por temor a un degeneramiento irreversible de la raza, periódicamente se organizaban incursiones armadas a los efectos de mantener en un estricto control el número de habitantes. Aunque yo no presencié ninguno de estos operativos, me consta que eran bastante frecuentes.

* * *

Una tarde, en los Bosques Negros, me encontré con un viejo que dormía bajo un árbol retorcido. Sabía, por comentarios, que ese hombre había estado cerca de Blue, y traté de hablar con él. Al principio se mostró reticente, pero cuando le ofrecí pan y vino comenzó a soltar la lengua. Hablaba de forma pausada y con frases inconexas. Pese a ello, conseguí enterarme que años atrás había estado en el Palacio de Blue, sólo para huir aterrorizado al ver lo que allí sucedía. Por más que insistí, no conseguí que me diera detalles. Apenas agregó que en ese sitio vivían todos los horrores del Universo, y, sin más dilación, tomó los víveres, lanzó una risotada demente y salió corriendo. Lo perseguí a través de la espesura, pero él conocía el lugar mejor que yo y no tardó en despistarme.

* * *

Luego de varias reencarnaciones, en las que mi espíritu se fue perfeccionando, me llegó la oportunidad de conocer personalmente a Blue.

Como a todos los elegidos, la Diosa me habló en sueños, durante una noche de calor, y me ordenó ir con ella. Por aquel entonces yo era sólo un campesino, pero comprendía perfectamente el honor que significaba para mí. Así que al otro día me despedí de mi esposa y mis hijos, y fui a su encuentro.

Crucé el vasto desierto, y tras un fatigoso viaje llegué a las Montañas del Destino. Después me interné por una de las cavernas que atraviesan el macizo, recorrí un oscuro y largo silencio, y salí a una llanura. Caminé varias leguas y divisé la silueta del Palacio de Blue.

A medida que me acercaba, me fui contagiando de la algarabía que se respiraba en la entrada. Había un gran gentío, entre curiosos, mujeres públicas, vendedores de baratijas, músicos, malabaristas, soldados, funcionarios, y aquellos que pretendían haber sido elegidos por la Diosa y reclamaban su derecho a reunirse con ella.

El Palacio, que estaba precedido de un foso, había sido construido en piedra incontables años atrás, y seguía tan fuerte como el primer día. Era un cono escalonado, de siete pisos, rematado por un puñado de torres. En las almenas se apostaban diestros arqueros y músicos que se complacían en hacer sonar largos y ruidosos cuernos. Muchas jóvenes, magníficamente gordas, se asomaban desnudas por cualquiera de los centenares de ventanas que había en todos los pisos, para permitir que los hombres se deleitaran con la contemplación de sus encantos. Las más atrevidas salían a los balcones, y tras dar unos pasos y un candoroso giro, con el que lograban exhibir la opulencia de sus formas, regresaban a sus aposentos. En ocasiones, los vítores de los observadores eran tan entusiastas que consentían en mostrarse de nuevo. Otras veces, sin embargo, eran arrebatadas del balcón por los brazos de algún músico o soldado que pretendía sus favores, aumentando así la excitación de los mirones, que soñaban con las delicias del Palacio. La puerta de entrada estaba finamente esculpida con muchachas rollizas envueltas en guirnaldas de rosas, en la parte baja del edificio se apreciaban escenas de orgías talladas en bajorrelieve, y cerca de la entrada había no menos de doce esculturas que representaban a enormes mujeres copulando con hombres felices. No existía, desde luego, ninguna imagen de Blue.

A pocos metros del foso se hallaba un funcionario custodiado por no menos de veinte fornidos soldados armados con afiladas espadas. Su misión era determinar la autenticidad de los elegidos. Entre sus manos sostenía una esfera de cristal transparente, del tamaño de un puño. Los que decían haber sido convocados por la Diosa debían posar su mano derecha sobre la reliquia. Si ésta se iluminaba y adquiría un tono azul, se le franqueaba el acceso.

Ese día, yo era el último de cuatro candidatos. Los dos primeros pasaron sin problema, lo que desató una gran explosión de júbilo. El tercero apoyó su mano sobre la esfera, pero no ocurrió nada. El hombre insistió tercamente, e incluso se atrevió a considerar que la reliquia no estaba funcionando bien y que sería conveniente sustituirla por una más moderna. Los soldados, que ya estaban hartos de este tipo de bribones, no vacilaron ni un segundo. Con celeridad lo sujetaron de las extremidades, y sin más preámbulos lo arrojaron al foso, donde una sanguinaria bestia marina rápidamente le dio caza.

Cuando llegó mi oportunidad tenía mucho miedo, pero al apoyar la mano sobre la esfera, ésta se iluminó de un azul brillantísimo que arrancó una exclamación de asombro a los presentes. El funcionario que sostenía la reliquia debió admitir que, en todos sus años de servicio, nunca había visto que la esfera se iluminara con una fuerza tan extraordinaria. Las personas me palmearon la espalda con sincera alegría, y me llevaron un trecho en andas. Todo el mundo parecía muy feliz, menos un anciano ciego que vestía con harapos y olía a muerte. Alzando un dedo esquelético, gritaba a voz en cuello que aquella fiesta era un error, y que pronto sobrevendría una gran catástrofe de la que nadie se salvaría. Sus palabras desataron primero la burla y luego la ira del populacho. Iba a ser linchado, pero justo apareció una niñita de rosadas mejillas que, haciendo las veces de lazarillo, lo tomó de un brazo y lo sacó del tumulto. Después lo llevó hasta la margen del foso y, con un empujoncito, lo precipitó a las fauces de la criatura marina, que se alegró mucho de recibir un segundo plato.

Más tarde, el puente levadizo fue bajado, y entre los gritos y las risas de los observadores, los chillidos potentes y sensuales de los cuernos, los alaridos de las gordas que se asomaban por las ventanas, y el eructo huracanado de la bestia marina, los elegidos ingresamos al Palacio de Blue.

Desde el primer momento, las personas a cargo hicieron cuanto les fue posible para que tuviésemos una gran recepción. Incansables cocineros nos agasajaron con manjares afrodisíacos; temperamentales músicos nos deleitaron con melodías arrobadoras que fluían de originales instrumentos; y obesas mujeres, expertas en las artes de la seducción, nos brindaron su amor.

La estructura interna del Palacio a menudo resultaba imprevisible. Si bien era sencillo acceder a los salones principales y a las piletas de recreo, uno también podía encontrarse con puertas condenadas, y escaleras que, después de ascender varios pisos, finalizaban abruptamente en oscuros y malolientes precipicios. Tampoco había muchas certezas respecto al sitio en que Blue recibía a sus amantes. Algunas sirvientes me dijeron que tenía la forma de una rosa, otras me sugirieron que debía ser un laberinto. En todo caso, parecía haber acuerdo en que la inmensa estancia se hallaba en el centro. Allí no había techo, decían, para que su prodigioso organismo pudiera absorber la energía de los astros y de esa manera conservarse eternamente joven.

Al cabo de nueve días de festejos, los tres elegidos fuimos realojados en habitaciones separadas. Me llevaron a un cuarto pequeño, donde quedé solo con mis pensamientos. Tenía un baño, una cama, una mesa y una silla. Fui alimentado con generosidad, pero no se me permitió tener contactos carnales, porque debía reservarme para Blue.

Una semana después, la sirviente que me acercaba la comida me contó que el primer elegido ya había sido llamado por la Diosa. Pregunté a los funcionarios del Palacio si volvería a verlo y me contestaron con el silencio. Tampoco me dijeron nada cuando, a la semana siguiente, el segundo elegido fue convocado. Durante siete largos días me dediqué a esperar. En todo ese tiempo no había escuchado la voz de los dos hombres que habían ingresado conmigo, y todo me hacía suponer que ya nunca más lo haría.

Tras una angustiante espera, una oficiante anunció que había llegado mi turno. Me llevó hasta una tina, me bañó, y me puso una túnica nueva y blanca. Acto seguido, señaló un corredor y, con tono ceremonial, dijo que para llegar hasta la Diosa yo sólo tenía que avanzar.

Apenas podía creer que estaba a punto de realizar el sueño de todos los hombres.

Caminé despacio, sin escuchar otros sonidos que los de mis pasos y mi respiración.

Sentía el pulso acelerado y un sudor pegajoso en la espalda, pero no retrocedí.

Al dar la vuelta en un recodo, comprendí que había ingresado a la estancia de Blue. Aspiré hondo y me entregué a la brisa y la luz lechosa que provenían desde arriba. Mientras le dedicaba una mirada al cielo, algo como una mano o un mechón de cabellos ciñó mi cintura y me arrastró hacia adentro. Giré el rostro, pero no pude evitar que un perfume intenso y primordial envolviera mi cuerpo. Y entonces me encontré con esa blancura de dientes entrevistos en sueños, de relámpagos de conocimiento, de furia lunar. Quería gritar, pero no podía, mientras era arrastrado hacia aquel vientre de arena de tiempo, de abismo y de silencio.

No vi sus ojos, no lo hubiese soportado, pero sí su sonrisa de enormes labios carmesí, dilatándose de un modo que me pareció incomprensible.

Escuché un sonido violento, como un chasquido de mandíbulas. Luego, un aire caliente, con olor a sangre, me abofeteó el rostro. Cerré los ojos y traté de pensar en el cielo de mi tierra, en los campos de trigo, en mi hogar y mi familia... pero sólo alcancé a recordar el abrazo de mi madre.

* * *

En mi larga lista de reencarnaciones fui llamado varias veces al Palacio de Blue. En uno de esos viajes realicé un descubrimiento muy interesante. Cuando nadie me vigilaba, logré escurrirme por un pasadizo, y observé a dos sirvientes que transportaban los despojos de un individuo que había recibido el abrazo amoroso de la Diosa. Sin dejar que me vieran, los seguí hasta una habitación secreta. Una vez en ella, los hombres cortaron el cadáver en pequeñas piezas y las sazonaron con aromáticas especias. A las pocas horas, presencié a unas mujeres que emplearon la sangre para usos cosméticos, y a un artesano que utilizó los huesos para fabricar un instrumento musical.

* * *

En la última de mis reencarnaciones, fui un Sacerdote de las Montañas Pensantes, y no uno cualquiera, por cierto. Muchos me consideraban un ser extraño, debido a una suma de habilidades que me distinguían de mis congéneres. Yo podía anticipar la llegada de cualquier visitante al Templo, encontrar objetos perdidos con facilidad, y hasta entenderme de forma amistosa con animales salvajes. Pero lo que más llamaba la atención de las personas, incluso de mis colegas, era mi capacidad para levitar. Lograba elevarme a un metro del suelo, y generalmente lo hacía sin proponérmelo, mientras oraba. Por otra parte, justo es decirlo, mi conducta tampoco encajaba mucho en el santuario. Aunque me gustaban las mujeres y los banquetes, disfrutaba de estos placeres con moderación. Más que atiborrarme de comida y sumergirme en tumultuosas orgías como el resto de mis hermanos, yo prefería dedicarme a tareas más espirituales.

Cuando, una mañana, le conté al Sacerdote Mayor del Templo que la noche anterior Blue me había llamado en sueños, supuse que él experimentaría cierto alivio al saber que debía marcharme. Sin embargo, para mi sorpresa, se mostró preocupado, y me advirtió que aquel no iba a ser un encuentro más con la Diosa. Señaló que esa unión, prefijada por el Gran Reloj de las Estrellas, marcaría el comienzo de algo que ni siquiera él podía prever.

Aunque dichoso por el honor que se me concedía, partí con incertidumbre hacia el Palacio de Blue. Había hecho ese camino varias veces, pero nunca me acostumbraba, porque cada viaje coincidía con distintas etapas de mi desarrollo espiritual.

El rigor del desierto me enseñó, como en las otras vidas, a alejar la soberbia. En el silencio de la caverna que atravesaba las Montañas del Destino volví a escuchar las voces de mi interior, y luché con mis miedos hasta hacerlos retroceder. El recuerdo de mis vidas anteriores me hacía ver claramente que yo tenía un propósito. Sin embargo, como había señalado el Sacerdote Mayor, era algo tan trascendente que no me sería revelado hasta último momento.

Mientras caminaba por la llanura, supe, aun antes de que me lo dijeran, que en esa oportunidad yo era el único elegido.

Al llegar a la entrada del Palacio, rodeado por el habitual gentío, me presenté a la prueba de admisión. Cuando posé mi mano sobre la esfera, una luz intensa creció en su interior y se proyectó hacia arriba, hasta quedar por encima de las cabezas de los presentes. Viboreó en el aire, desplegando su azul belleza, y desapareció poco después. La multitud se sorprendió como nunca. En lugar de lanzar gritos de júbilo, sólo atinó a emitir una exclamación de asombro, a la que siguió una ola de murmuraciones. Entre aquellas personas se encontraba un viejo rotoso. Alzando un dedo esquelético, gritaba a voz en cuello que pronto sobrevendría una gran catástrofe de la que nadie se salvaría. Era la reencarnación exacta de aquel que había visto en mi primera visita. Esta vez nadie se tomó la molestia de arrojarlo al foso, y tuve que soportar sus berridos hasta el momento en que ingresé a la arcaica construcción.

El Palacio estaba igual que siempre, pero yo había cambiado. Debido al grado de perfección alcanzado por mi espíritu, podía no sólo recordar mis encuentros con Blue, sino también lo que había visto atrás de cada puerta y en cada rincón. Sabía de antemano la hora y el lugar de los banquetes y las orgías. Las personas que vivían en el Palacio no tardaron en darse cuenta de esto, y comenzaron a tratarme con un respeto que en cierto momento llegó a parecerme excesivo.

Pronto me aburrí de las comilonas y de las hermosas mujeres, y comencé a pasar cada vez más tiempo en el agua de la pileta, o en mi propio cuarto. Tres días después de haber entrado al Palacio, me recluí en mi habitación, y decidí que no saldría hasta que me llegara el momento de ir con la Diosa. Me pasaba horas orando, y comía muy poco. Paulatinamente fui disminuyendo la cantidad de alimentos, y los últimos días los pasé en un ayuno absoluto. Al prestarle más atención a mi espíritu que a mi cuerpo, durante las oraciones levitaba con una facilidad nunca antes alcanzada. Me sentía tan ligero y tan en paz conmigo mismo, que la inminencia del encuentro con la Diosa no me despertaba temor. El sentido de esa unión seguía siendo un enigma para mí, pero confiaba plenamente en ella. La noche en que la oficiante vino a buscarme para ir con Blue, yo ya la estaba esperando, sentado en la cama.

Aunque conocía el camino, dejé que la mujer me guiara hasta la pileta destinada a los elegidos. Mientras ella me bañaba, noté un gesto de preocupación en su rostro. Me confesó que mi comportamiento en el Palacio le había resultado muy inusual, y que eso la llenaba de temor. Le respondí que todo estaba saliendo según el plan de Blue, y le sonreí amablemente. Después me puse la blanca túnica, y avancé por el corredor que conducía hacia la Diosa.

Sabía que cada paso dado sobre la tierra ya había sido previsto por el Gran Reloj de las Estrellas.

Traté de no pensar en nada, simplemente dejé que el destino se cumpliera.

Caminé en silencio hasta que, casi sin darme cuenta, entré a la estancia de Blue.

Aspiré el aire cálido, y vi la luna llena que flotaba en el cielo.

Admiré la belleza de la noche, como si comprendiera que esa dicha ya no volvería a repetirse.

Y después, la voz de la Diosa habló en mi mente:

-He esperado este momento... durante mucho tiempo.

No dije nada y me detuve. Ella agregó:

-Ven. Sabes que no debes tener miedo.

Avancé y me enfrenté a su imagen.

Paseé la vista por las sedosas y blancas colinas de Blue, y sentí que su hermosura era una luz que podía tocar mi alma.

Me quedé nuevamente inmóvil, como si la contemplación de aquella belleza me hiciera un bien infinito. Y entonces, sin saber cómo ni por qué, comprendí algo que nadie jamás había sido capaz de comprender. Supe que Blue, más allá de la vitalidad que mostraban sus brazos y sus piernas, y más allá de aquella promesa siempre vigente de placer sublime, se sentía terriblemente cansada. No era un cansancio físico, ni mental, sino algo mucho más profundo. A Blue le dolían los años, le dolía el miedo de los amantes que habían pasado por su cuerpo, le dolían los oscuros placeres, le dolía la sangre derramada, le dolía la soledad, y hasta los lentos pasos de los astros le dolían. Durante siglos había sido una meta para los hombres y una inspiración para las mujeres, pero ya no más. Estaba en el final de un largo, largo camino, y ahora sólo deseaba la paz.

Sin embargo, aún restaba un último encuentro.

-Ven -insistió Blue.

La voz que sonaba en mi mente era casi una súplica.

Me necesita, pensé, y ese pensamiento me provocó un escalofrío.

Tuve un instante de indecisión, pero el perfume de su cuerpo fue un llamado inexcusable.

Me quité la túnica y avancé. Todas mis vidas cobraban sentido en ese momento.

Deje que ella me estrechara entre sus brazos, me envolviera en sus cabellos, y comenzamos a hacer el amor. Nos acoplamos en un vaivén cada vez más húmedo y delicioso. Hasta ese momento no había recibido ningún rasguño, pero no estaba seguro lo que podría ocurrir cuando ella se acercara al paroxismo del placer. En mi mente relampagueaban las imágenes de mis encuentros anteriores con la Diosa; sus manos apretando mis costillas, sus ojos desorbitados, y la carne ensangrentada de mis miembros colgando de sus fauces insaciables. Recordaba sin esfuerzo el grito desgarrado que escapaba de mi boca y se fundía con el grito de ella, más fuerte que el mío, lacerante y triunfal.

Pero ahora será distinto, me repetía, al tiempo que acariciaba las colinas esponjosas de Blue, me hundía en los valles, y me adentraba en los misterios de la existencia.

La sangre bullía dentro de mis venas y un inefable sentimiento comenzaba a embotar mi cabeza. Era feliz. Los labios mojados de Blue se arrastraron sobre mi rostro, y sentí el roce de sus dientes en mi cuello. Un quejido animal brotó de su garganta, y al tiempo que sus cabellos se enroscaban en mi carne y la apretaban, supe que el final estaba cerca.

La Diosa y yo llegamos juntos al clímax, y escapó un grito que rasgó como una uña afilada la piel de la noche.

Pero el placer no se terminó. Lentamente se fue transformando en un éxtasis sostenido y espiritualizado, como si toda la energía del Universo estuviese siendo llamada en ese momento.

Luego me di cuenta de que ya no me era tan sencillo aferrarme a las carnes de mi amante, y al estirar un poco el cuello, comprendí el por qué. Blue estaba creciendo. Se inflaba incesantemente. Su vientre, sus piernas, sus pechos, sus brazos, su cabeza, y hasta sus cabellos, no cesaban de aumentar de tamaño. Poco después alcé mi tórax para intentar ver hasta donde llegaba el cuerpo de la Diosa, pero aun así no logré alcanzar los límites. Creí reconocer en una cordillera lejana el contorno de su rostro, pero no podría afirmarlo con seguridad.

Al girar la vista atrás, advertí que Blue y yo estábamos levitando. Calculo que debíamos hallarnos a mucha distancia, porque podía ver el Palacio en su totalidad, y distinguir su centro con forma de rosa. Al tiempo que la Diosa seguía hinchándose, nos elevábamos más y más. Observaba la llanura, las Montañas del Destino, el Desierto, las Montañas Pensantes, los Bosques Negros, las Montañas del Olvido, e inclusive zonas del planeta que no recorría desde mis primeras reencarnaciones. El mundo se veía tan pequeño, que todo lo que alguna vez me había parecido importante, ahora era una bagatela. No sólo los aspectos físicos quedaban reducidos a su verdadera dimensión, sino que todos los problemas, los odios y los afanes de los habitantes, eran apenas una mota de polvo en el gran proyecto del Cosmos.

Cuando volví a mirar a la Diosa, advertí que su piel, que desde tiempos inmemoriales había sido blanca, ahora se estaba volviendo azul. Un azul oceánico, que se difuminaba resaltando las curvas de su cuerpo. Aunque el cambio era notorio, me resultó agradable verla de ese color.

Luego, como si hubiese alcanzado la altura conveniente para un propósito que se me escapaba, ella dejó de subir. Sin embargo, continuó creciendo, hasta el punto de que resbalé por su cuerpo, y tuve que aferrarme de un vello, por entonces tan grueso como el tronco de un árbol, para no precipitarme al vacío.

Me quedé quieto, arrollado sobre mí mismo, abrazado a esa fibra natural, y esperé lo que el destino me tuviera reservado. Un rumor sordo y creciente parecía provenir del interior del cuerpo de Blue, que no dejaba de inflarse, tendiendo a alcanzar una forma esférica.

Escuché un crujido: era la piel de mi amante, que ya no podía resistir la presión que venía de su propio interior. Luego otro ruido, pero más fuerte, me recordó a un trueno. A este sonido se fueron sumando varios similares, como si cada parte del cuerpo de la Diosa estuviese a punto de romperse. Y finalmente, un nudo de truenos fuertísimos, que me hizo imaginar a una cáscara gigante que se parte, resonó en mis oídos. Pensé que el mundo se acabaría.

Lo siguiente fue una explosión silenciosa y abrumadora, algo difícil de imaginar o hasta de explicar, ya que nadie había vivido una experiencia semejante. El impacto fue extraño. Sentí que un fuego azul se enseñoreaba del mundo, como si una gigantesca rosa esculpida en zafiro hubiese estallado. Sólo después de un largo rato, este resplandor se fue suavizando, hasta convertirse en una luz acogedora.

Noté que mis manos eran azules. Todo mi cuerpo tenía el mismo color que el aire. Era una luz transparente y definitiva. Piadosa y triunfal. Nueva y eterna. Tan hermosa y contradictoria como la propia Diosa.

Yo continuaba suspendido en las alturas, y desde allí contemplaba el planeta. Miré abajo, y comprobé que el Palacio, la llanura, el desierto, las montañas, los campos, los árboles, las casas, e inclusive todos los seres vivos, ahora eran de color azul. Aunque, debido a la distancia, veía todo muy pequeño, mi percepción era increíblemente aguda, hasta el punto de que lograba apreciar los mínimos detalles y me sentía parte de una armonía superior.

Blue nos había dejado, pero sólo en su forma anterior, ya que ahora estaba presente en toda la realidad del mundo. Hasta el cielo había perdido el brillo de los astros, para teñirse exclusivamente con el color de la Diosa. Supe, sin necesidad de que nadie me lo explicara, que el Universo entero participaba de la misma transformación. Blue vivía eternamente en nosotros, y nosotros en ella.

Sentía una paz extraordinaria, apenas comparable al tipo de éxtasis que había experimentado durante algunas oraciones. Pero con una diferencia muy importante, ahora no necesitaba concentrarme en nada. No importaba donde fijara la vista o los pensamientos, porque esa paz estaba en mí y en todas las cosas.

Comencé a ver que los hombres, las mujeres y los niños se quitaban sus ropas ya inútiles, y con sus cuerpos maravillosamente azules y traslúcidos, ascendían hasta el cielo. Hasta las mujeres de las Montañas del Olvido se sumaban a la fiesta, y ellas no eran menos hermosas. Todos los seres tenían sus necesidades satisfechas, y ya no había diferencias.

Volaban con movimientos blandos, en filas, interpretando en el aire una sinfonía arcana que acababan de redescubrir. Una corriente invisible parecía guiar sus movimientos. Subían, se desplazaban horizontalmente, describían unas curvas, bajaban y volvían a subir.

Al verlos moverse en grupo con tanta destreza, pensé que eran como ciegas larvas, nadando en el agua tibia de un estanque. Esta imagen me provocó un sentimiento ambiguo, que me paralizó. Sin embargo, tan sólo un instante después, sentí el llamado de mis congéneres y, despojándome de todo temor, me uní a la danza eterna y azul.

                                                           

                                                                                                   Pablo Dobrinin

La ilustración es de Pedro Belushi, publicada en el 2011 en el número 222 de la revista Axxón.


                                                                         


















martes, 31 de marzo de 2020

Un jardín en Nueva Kybartai

Queridos amigos: Comparto con ustedes uno de los relatos aparecidos en mi libro El mar aéreo...

La ilustración es la misma que salió en el número 277 de la revista Axxón, y pertenece a Carlos Daniel J. Vázquez





Un jardín en Nueva Kybartai

Al repasar el trágico destino de Sergei Adamov, vienen a mi memoria esos cuadros donde se aprecian planos superpuestos que exhiben los estados sucesivos del pensamiento. También asocio lo ocurrido con las ilustraciones que tienen, camuflados entre el paisaje, rostros y figuras que a menudo pasan desapercibidas.
Sergei vio algo que el resto de las personas no fue capaz de percibir, aunque, en este caso, la imagen escondida o en un segundo plano no estaba en el propio dibujo, sino en su mente. Lo que él contempló aquella tarde en las cuevas de Kazanjira, se fundió con un recuerdo, y entonces, frente a la revelación de esa nueva estructura, fue víctima de sus peores miedos. Cuando bajó la vista ya era demasiado tarde, porque había visto lo que no deseaba, y comprendió que nada podría impedir el final tan temido. Ahogó un grito, se llevó una mano al corazón, cayó al suelo y dejó de respirar. Tenía veintisiete años, fue el segundo antropólogo fallecido en el mes.


¿Por qué algunas personas tienen un talento natural para los dibujos realistas? ¿Cómo es posible que puedan dibujar seres humanos perfectos sin utilizar modelos o haber estudiado anatomía? ¿Es el pulso? No, eso podría explicar que las líneas sean seguras, sin cortes, pero no la exactitud de las proporciones. ¿Es entonces por la memoria? No precisamente, es algo distinto que se define como un alto Índice de Percepción Estructural. El Índice de Percepción Estructural mide la capacidad  de reconocer, retener, completar y crear estructuras complejas. Es una cualidad innata, si bien puede desarrollarse con entrenamiento. Un talento que se puede encontrar en destacados músicos, lingüistas, matemáticos, ajedrecistas, entrenadores de equipos deportivos o expertos en códigos, por solo poner unos ejemplos. Sergei Adamov era uno de los mejores. Como antropólogo y especialista en arte, se había dedicado al estudio del arte de origen alienígena que la humanidad encontró tras la colonización de Ganímedes. Su libro "Introducción al arte ganimediano" es una muestra de su pericia en este campo.
Sergei descubrió que los ganimedianos tenían una "matriz artística" que no parecía diferir demasiado de la humana. Así, llegó a la conclusión de que los templos eran una imagen del cosmos y del ser, y que, en términos generales, así como ocurre en el arte islámico tradicional, los ganimedianos preferían el arte geométrico frente al naturalista para garantizar de un modo más claro la transmisión de símbolos.
El arte elitista es sintomático de la falta de cohesión social, o dicho de otro modo, de una sociedad que no es feliz. Por el contrario, el arte ganimediano era popular y sagrado al mismo tiempo. Inseparable de la labor artesanal, suponía una genuina vía de realización para las personas que lo creaban o disfrutaban.
 Sin embargo, nada de lo investigado le permitió a Sergei saber qué había sucedido con aquella fantástica civilización. Cuando los humanos, hace ya cien años, llegaron con sus cohetes a Ganímedes, se encontraron con un satélite deshabitado. Ni los templos (únicas construcciones que sobrevivieron a esta civilización), ni las pinturas, ni los distintos objetos hallados permitieron  saber qué había sido de los ganimedianos. Parecían haberse evaporado. Lo peor de todo, es que nadie sabía cómo eran. Los investigadores conjeturábamos que tenían forma humanoide, pero ignorábamos qué tan distintos a nosotros podían llegar a ser. Por otra parte, algunos símbolos, de difícil interpretación, sugerían la posibilidad de que los ganimedianos albergaran la creencia de un supramundo llamado "el reino" que les estaba destinado. Respecto a la naturaleza de este mundo mítico, sin embargo, las opiniones estaban divididas: unos creían que era un equivalente del paraíso, otros del infierno. Yo mismo aún no había logrado decidirme.



La sede del CEPE (Centro de Estudios de Percepción Estructural) se hallaba en Nueva Kybartai, pero no dependía de la Unión de Repúblicas Eslavas ni de ningún otro país, sino de la Liga de las Naciones, y había sido concebida como parte de un programa macro de desarrollo humano. El edificio, enclavado en la cima de una meseta, tenía tres pisos, era de ladrillos a la vista y estaba rodeado de álamos y setas. Allí trabajaba una decena de funcionarios cuyas tareas consistían básicamente en recopilar información y realizar test y mediciones de Percepción Estructural  a hombres y mujeres llegados desde distintas partes del satélite.
Desde la terraza se tenía una visión panorámica de las verdes colinas de Nueva Kybartai en las que vivían los funcionarios del centro. Las casas eran de una planta y habían sido construidas con paredes de ladrillos y techos de tejas. Todas disfrutaban de un jardín y algunas  de huertas o árboles frutales. En el este estaba el parque eólico que proveía de energía a toda la zona, y en el oeste, un lago en el que se veían patos y garzas.
Nueva Kybartai, alejada de la pobreza, el hacinamiento y el bullicio de las ciudades, el humo de la política y los estruendos de la guerra, era un verdadero remanso. Un espacio pequeño creado para favorecer la labor de los investigadores. Pero para mí, era mucho más que eso. Había visto a los ingenieros, a los artistas  y a los obreros llegados desde los distintos planetas, satélites y planetoides de la Confederación, poner su talento y su sudor para crear aquel proyecto de la nada. Al principio era un páramo, luego empezó a llegar la tierra fértil, las plantas, los animales, las instalaciones sanitarias y eléctricas, los generadores eólicos y cada ladrillo, cada cristal, cada madera y cada ser humano.
Siempre que contempla las colinas de Kybartai sentía emociones encontradas. Si bien disfrutaba de la serena belleza del paisaje, no podía dejar de recordar que, más allá de los límites de esta localidad, el mundo era algo muy distinto. Por eso, dependiendo de mi ánimo, Nueva Kybartai podía ser una esperanza o una excepción. Y sobre todo a determinadas horas, cuando el día simulaba deterse, yo experimentaba una abierta melancolía.


Una semana después del fallecimiento de Sergei Adamov, decidí visitar a la viuda. Aunque no deseaba molestarla, como director del CEPE yo tenía la obligación de investigar el asunto. Si Sergei había dejado algún documento que nos permitiera acercarnos a los ganimedianos, debía conocerlo.
Podría haber utilizado la motocicleta o el propulsor a chorro portátil, pero en los últimos tiempos me había aficionado a la bicicleta. A mis sesenta años era un buen ejercicio, y me hacía sentir en paz con la naturaleza. De modo que tomé el vehículo, descendí la pendiente,  y comencé a recorrer los sinuosos caminos de tierra que se dibujaban como un laberinto entre las colinas.
El aire estaba en calma y unas nubes largas sesteaban en el cielo plomizo.
A esa hora, Nusch  Moulian debería estar cuidando de sus rosas o tocando el piano, siempre y cuando tuviese ánimos. Todo había sido muy duro para ella. También para mí, porque conocía al matrimonio bastante bien. Nusch y Sergei habían ingresado al CEPE con diecisiete y diecinueve años de edad.
Ella era ciega de nacimiento, pero lo compensaba con un oído extraordinario y una capacidad innata de orientación. Al verla caminar con esa seguridad y ese aire de nobleza que la caracterizaba, nadie advertía su ceguera. Era una joven decididamente hermosa, con un cuerpo esbelto, un rostro delicado y largos cabellos rubios. Pero lo más llamativo en ella eran sus increíbles ojos azules, bellos como un sueño detenido en el preciso instante en que rogamos que no se detenga.
Sergei llegó al centro una semana después que lo hiciera Nusch. Era un joven bondadoso, algo desprolijo, flaco y desgarbado, y estaba dotado de una voz tersa que inspiraba confianza. Tenía talento para las imágenes, podía relacionar un dibujo cualquiera con otro que había visto hacía cinco años o más. Aún no teníamos muy claro cómo, pero su mente le avisaba de las relaciones estructurales.
La atracción entre ambos fue inmediata. Él se enamoró de la belleza de la joven, y ella de su voz. Durante varios días, instalado en la comodidad de la terraza del CEPE, con una humeante taza de café entre las manos, tuve el placer de presenciar el fino trabajo de seducción que ella ejerció sobre él. Aunque se movía con una destreza que envidiaría incluso un vidente, se las ingenió para que Sergei se ofreciera a sacarla a pasear por las verdes colinas de Kybartai. Así los vi, tomados del brazo, ambos vestidos de blanco, (él con chaqueta y pantalones de vestir, ella con ancho sombrero, sombrilla y vestido solariego) deslizarse por las curvas del paisaje, casi ingrávidos en las luminosas mañanas. También solía verlos bordear el lago en una bicicleta de dos asientos, en el hall del edificio, en la cafetería; cualquier entorno se volvía el marco perfecto a sus gestos o palabras. Lo más divertido del caso es que Sergei creía que él era el seductor, cuando en realidad no hacía otra cosa que cumplir con los pacientes planes urdidos por Nusch. Algunas noches, sin embargo, después de las cenas que tenían lugar en el comedor de CEPE, Nusch se sentaba al piano y con su exquisito arte seducía sin pudor a los presentes. El instrumento le obedecía sin protestar.
Más allá del afecto que los unía, sus respectivos talentos resultaron complementarios. Apenas dos años después de ingresar al centro, Sergei logró armar un reproductor de música sacra ganimediana que funcionaba con rodillos de cobre; dos meses más tarde Nusch descubrió una serie de mensajes ocultos en una de esas piezas instrumentales. Sustituyendo las notas por fonemas (lo poco que conocíamos gracias a algunas inscripciones en piedra) llegó a identificar un mantra que rezaba: "El reino espera".
Tres años después de conocerse, Nusch y Sergei contrajeron matrimonio.


Sergei Adamov era consciente del peligro que corría. Durante tres noches, había soñado con un dibujo geométrico que le producía un terror que cualquier otra persona hubiese calificado de irracional. En el mismo sueño, recibía un mensaje perturbador: esa figura, similar a un mandala, era un portal a otra dimensión. Sin embargo, la estructura no estaba completa, era apenas una parte de otra mayor. Sergei vivía con el constante temor de encontrarse  en la vigilia con otro dibujo que completara el del sueño, porque  ese día, afirmaba, su alma sería arrastrada al reino de los ganimedianos.
Tres meses atrás, había mantenido una conversación con Greil Sanders, otro antropólogo también dotado de un alto Índice de Percepción Estructural. Los dos habían tenido sueños similares y sabían lo que podía ocurrir. Cuando, a principios de mes, Greil falleció de un paro cardíaco mientras contemplaba una reproducción del libro "Introducción al arte ganimediano", Sergei no tuvo dudas de que él sería el próximo en ser transportado. Había adelgazado, y se lo veía alterado y temeroso. No sabía qué hacer, ni cómo evitar algo que no era capaz de prever. La figura, que debía fusionarse en su mente con la que ya había soñado, podía aparecérsele en cualquier lugar o medio: una pared, una revista, una vasija; no había modo de protegerse de algo así.
Él no me había aportado datos del mundo que lo aguardaba tras el portal, y mi ignorancia en ese sentido era total, pero a juzgar por la desesperación que lo embargaba, debía tratarse de un sitio terrorífico en el que la demencia más absoluta desplegara su obsceno baile de máscaras. Quizá, por ser el hábitat de alienígenas, la profundidad del horror que allí lo aguardaba ni siquiera podía ser concebida por los seres humanos.
Un día, en el colmo de la desesperación, me contó que había estado a punto de provocarse una ceguera permanente. Sin embargo, la consciencia de que él era "los ojos de Nusch" lo había hecho desistir. Dos días después de esta confesión, ocurrió el episodio que le provocó la muerte.
Yo no había incluido su nombre en la lista de los antropólogos que debían investigar un pasaje recién descubierto en las cavernas de Kazanjira, pero tampoco hice nada por evitarlo. Podría haber hecho una llamada telefónica, pero consideré, como seguramente lo hizo el propio Sergei, que la posibilidad de que algo malo ocurriera era remota.
Un día después de su muerte, un dirigible me condujo a Kazanjira. Con ayuda de algunos técnicos, hice el mismo recorrido que la expedición anterior, deambulé por las sinuosas galerías que se abrían en la roca, y finalmente llegué hasta el lugar exacto del fallecimiento. El fresco que le había arrebatado la vida a Sergei ocupaba el centro de la pared del fondo de la cueva. Se trataba de un mandala circular de aspecto imponente, de tres metros de radio, ilustrado primero con círculos concéntricos y luego con rectas que se cruzaban para delinear cuadrados, triángulos y otras formas compuestas. Sin embargo, parecía evidente que no estaba completo. En algunos lugares era posible prever las líneas que faltaban, en otros, sobre todo en el centro, resultaba imposible.
Al contemplar el orden de los colores del mandala (rojo, naranja, amarillo y blanco, desde la circunferencia hacia el centro) tuve una imagen del terror que, como un vértigo creciente, debió apoderarse del rostro y el alma del muchacho. Si mi presunción es correcta, Sergei fue arrastrado de un modo feroz hacia un vórtice que solo él podía ver, y nunca, en toda su vida, se sintió tan solo y vulnerable.



El aroma de las colinas despejó los pensamientos oscuros de mi mente. Continué pedaleando de modo mecánico por los caminos de tierra, pero ahora  intenté concentrarme en lo que debía hacer.
La casa de Nusch Moulian estaba a la vista. Había sido construida con el mismo molde que todas las que poblaban Nueva Kybartai: paredes de ladrillos, techo a dos aguas de tejas de un color café que hacía juego con la puerta de madera y las persianas enrollables, un frente de unos diez metros de largo por cinco de ancho en el que la mayoría había plantado un jardín, y una cerca baja, también de madera. Y sin embargo, en cada visita que le realizara, yo había sentido que esa casa era distinta al resto. Es cierto que tenía las mejores rosas de Nueva Kybartai, y que hasta el pasto parecía más verde, y que la propia construcción se veía mejor conservada e incluso más resplandeciente, como si la luz del sol la alcanzara de un modo privilegiado, pero todo esto no bastaría para explicar esa brisa fresca que, al acercarme, yo sentía soplar sobre las cortinas de mi propio espíritu. Había algo más, sin duda, y probablemente tuviese que ver con el saludable hecho de que dos personalidades diferentes pero compatibles se hubiesen unido para darle un sentido preciso a la palabra hogar.
En contraste, a unos doscientos metros de distancia y bajo la sombra de unas nubes, se veía la casa del difunto Greil Sanders. Era lúgubre y estaba desocupada, Greil siempre había vivido solo.
Bordeé una loma y luego inicié un descenso por un camino que habría de dejarme en la entrada de la vivienda de Nusch.


Encontré a la mujer en el rosal, con unas tijeras en las manos.
Ella recordó el sonido de mi bicicleta y dijo con su voz segura y cálida:
—Buenas tardes, director.
—Buenas tardes, Nusch —respondí al tiempo que me apeaba del vehículo y abría el portón de madera.
El jardín se distribuía en tres canteros grandes que ocupaban  el ala derecha del frente de la casa. Las rosas, abiertas o en pimpollos, pero siempre  saludables y luminosas, alcanzaban más de un metro de una altura. Los tallos rectos y la armonía del  conjunto daban cuenta de un esmerado trabajo de jardinería. Cualquiera hubiera dicho que era un milagro que una persona ciega fuese capaz de crear aquel deleite para la vista, y con razón. Pero, después de todo, el grado de identificación entre el creador y su obra era tan natural que yo no podía pensar en el jardín sin pensar también en Nusch, como si éste fuera una extensión de sus encantos.
El exquisito y tenue perfume flotaba como una ilusión. De haberlo deseado, podría haber seguido ese rastro como si cogiera un hilo para perderme entre las brumas de un tiempo mejor.
Nusch seguía siendo muy hermosa: alta, delgada, de piel fresca y rasgos delicados. Llevaba el rubio cabello atado en un moño, y en su rostro claro, bajo las exactas cejas negras, resaltaban sus inefables ojos azules. Tenía veinticinco años, pero su apostura serena y elegante la hacía parecer mayor. Lucía vestido y sandalias blancas.
Las manos de Nusch se movían como una brisa entre las rosas. Nunca había visto en su piel el mínimo rasguño. Cuando me acerqué para saludarla, vi que seguían inmaculadas.
Me invitó a pasar al interior de la casa. Caminaba con la frente en alto, sin perder un ápice de la serena majestad que le conocía. Ni siquiera el dolor producido por la muerte de su esposo había logrado socavar su dignidad.
Cuando ingresamos al living comedor, ella puso las flores en un jarrón.
—¿Puedo ofrecerle una taza de té?—preguntó.
—No deseo causar molestias.
—Por favor, director, ya hemos pasado por esto —sonrió.
—Está bien, pero solo si me acompañas.
Ella se dirigió a la cocina y puso agua a hervir.
Como siempre me sentí un tonto frente a una mujer ciega que hacía todo el trabajo, pero no tenía opción. Una vez había cometido el error de sugerir que sería mejor que yo preparara el té, y ella me había hecho saber su opinión.
Con las manos en los bolsillos del pantalón, miré en derredor.
La luz mortecina de la tarde que entraba por las ventanas le daba al piano, a los muebles de madera y al mantel verde un tono apacible. Todo estaba limpio y ordenado, y en el aire flotaba el perfume de las rosas que Nusch acaba de cortar. La casa no parecía haberse enterado del fallecimiento de Sergei. Quizá esta sea una de las cosas más desconcertantes de las pérdidas: la apariencia de que todo sigue igual. Allí, de pie en el comedor, veía las puertas del baño, del dormitorio y la de los dos estudios: el de Nusch y el de Sergei. Nada hacía pensar que esa última no podía abrirse en cualquier momento para que él saliera en mangas de camisa, con los cabellos revueltos y una sonrisa en el rostro.
Respiré hondo y procuré concentrarme en lo que me había llevado hacia esa casa. El estudio de Sergei parecía llamarme. Estaba casi seguro de que en el interior de esa habitación podría encontrar una respuesta. Un dibujo, un esquema, un texto explicativo, lo que fuese debería estar aguardándome allí. Me debatía entre el deseo de abrir esa puerta y la necesidad de respetar los tiempos que la situación requería.


Nusch colocó una bandeja en la mesa y sirvió el fragante té de manzana.
—Gracias —dije cuando recibí mi taza.
Me sentí incómodo. Quería preguntarle cómo había estado, pero sin hacer una pregunta tan obvia que solo podía tener una respuesta posible. Y no preguntar nada tampoco era una opción.
—Antes de que me lo pregunte, director, —señaló con calma— he estado bien, tan bien como es posible estar en estas circunstancias.
Miré las flores y dije tan solo para no entrar de un modo abrupto en el tema de fondo:
—Veo que no descuidaste las rosas.
—Él decía que lo hacían pensar en mí —explicó—. Sostenía que el color de la rosas tenía una estructura de frecuencia vibratoria que se parecía mucho al ritmo de mi respiración.
—Vaya, sería un caso más que extraordinario de Percepción Estructural —consideré con seriedad.
Nusch sonrió.
—Director...— señaló con un tono que se compadecía de mi ingenuidad—. Yo nunca creí que eso fuera cierto, pero fue hermoso que él me lo dijera.
—Claro —sonreí. Bebí otro sorbo de té. Junté ánimos y dije: —Nusch, no sé si es el momento oportuno, tal vez ni siquiera exista ese momento...
—Puede preguntar lo que desea, director; lo peor que podría haber pasado ya pasó.
Pensé, y no me equivoqué, que bajo aquella imagen serena había una mujer que hacía un gran esfuerzo por no desmoronarse. Podía sentirlo. No puedo explicar cómo, pero lo sabía, y la admiré por ello.
—Los dos sabíamos que esto iba pasar. El dibujo que Sergei vio en la cueva de Kazanjira se fusionó en su mente con una imagen que había soñado. Ahora, tengo que hacerte una pregunta muy concreta: ¿sabes si él llegó a dibujar la imagen del sueño?
—No lo sé, él no me lo dijo. Los últimos días casi no hablaba —explicó ella. Hizo una pausa y añadió: —Pero puede usted revisar su estudio, supongo que ha venido para eso. Está sin llave.
Como siempre, Nusch parecía estar un paso adelante de mí.
Comencé a ponerme de pie. El ruido que hice con la silla me dio la medida de mi torpeza. No quería que fuera así. Hubiese deseado que la conversación se deslizara hasta el momento de abrir la puerta, pero no supe cómo hacerlo, nadie nos educa para la muerte.
—Solo será un momento —dije, y me dirigí al estudio.
Nusch no se levantó del asiento, pero sentí, aunque suene ridículo, que sus ojos ciegos se posaban en mi espalda.
Giré el pestillo y entré.
El estudio de Sergei estaba en la habitación más pequeña de la casa, pero allí tenía lo necesario: un par de bibliotecas que ocupaban sendas paredes (en su mayoría libros de arte y antropología), y un escritorio con una máquina de escribir, fardos de hojas, un lapicero, pinceles, cajas de acuarelas, varias carpetas, una silla, y una ventana para descansar la mirada en el verde de las colinas.
Sergei, a pesar de su gran Percepción Estructural (o tal vez a causa de ella) era muy desordenado, dejaba papeles tirados y nunca pasaba una escoba, pero siempre sabía dónde estaba cada cosa. Se sentía cómodo en ese ambiente informal y no le preocupaban las apariencias, era su estudio y no tenía que darle cuentas a nadie. Tampoco se tomaba la molestia de ventilar con regularidad la habitación, olvidaba hacerlo o acaso prefería aislarse en su mundo. Sin embargo, cuando abrí la puerta encontré todo en orden y no había rastros de polvo en los muebles ni en el piso.  El aire no estaba viciado, y esa era una clara señal de que Nusch había estado hacía poco. La imaginé abriendo las ventanas, limpiando, ordenando las carpetas y las hojas de acuerdo al tamaño o la textura, y acomodando cada cosa en su sitio: los lápices y los bolígrafos en el lapicero, una goma de borrar, una regla y una engrampadora en los cajones del escritorio. Y en todo ese tiempo, ella debió pensar que allí, entre todos esos papeles, podía estar la imagen que su esposo había visto en sueños. Mientras ordenaba cada hoja, debía preguntarse, con una mezcla de impotencia y ese temor que sentimos frente a lo desconocido, si no tenía la respuesta en sus manos.
Encontré todo tipo de papeles: apuntes para una revisión de su libro, artículos sobre arte y copias de cartas personales. Por desgracia no vi correspondencia dirigida a Greil Sanders, tampoco textos que se refirieran al reino de los ganimedianos. Al final, me quedó por revisar una carpeta azul y otra negra.
La primera contenía una decena de retratos de Nusch hechos a lápiz. Algunos se detenían en el rostro y otros la mostraban de medio cuerpo o de cuerpo entero. En dos de los trabajos el fondo lo proporcionaba la pradera, en los restantes el jardín de rosas. De modo invariable, el exquisito arte de Sergei destacaba la distinción y belleza de su esposa. Las líneas eran tan seguras y elegantes que cualquiera que no hubiese conocido a la modelo podría haber pensado que eran una mera invención del artista. Ninguna de las ilustraciones, salvo la última, me sorprendió, ya que en todas ellas vi a la mujer que conocía. La que cerraba la serie, apenas el rostro femenino apoyado en una esbelta mano, me obligó a detenerme. En este retrato había una Nusch que era nueva para mí, pero que, es de imaginar, no lo era para Sergei. Más allá de sus conocidas virtudes, ella mostraba, con una sonrisa que le iluminaba el rostro, los signos de un inequívoco sentimiento. Era ese tipo de gestos que una modelo nunca le dedicaría a un pintor, a menos que estuviese dispuesta a entregarle su vida y su alma.
Yo nunca había dudado del amor que ella sentía por su marido, pero era una mujer discreta y no estaba en su talante exhibir en público la intensidad de su afecto. Frente a aquel retrato, realizado en la intimidad del hogar y concebido tan solo para ser contemplado por Sergei, no pude menos que sentirme un intruso. Ya me había sentido así desde que llegara a la casa, y el dibujo no hizo más que redoblar esa sensación. En ese preciso instante, como si temiera ser descubierto, giré la vista atrás. Y allí estaba Nusch, de pie bajo el marco de la puerta, rígida y silenciosa como un guardián. Tan concentrado estaba, que no la había escuchado acercarse. Por un segundo pensé que ella podía verme, pero al observar su rostro advertí, con un poco de vergüenza, que en él solo había una tensa expectativa.
Cerré la carpeta, la dejé en su sitio y tomé la carpeta negra. Apenas la abrí, se me hizo evidente que era la que estaba buscando.
"El reino de los ganimedianos" se leía en la primera hoja. Había tres dibujos pintados con acuarelas. Predominaban los colores amarillo y anaranjado, lo que dotaba a las escenas de una luz espiritualizada. Tardé en darme cuenta de algo que después, al tiempo que se me erizaba la piel, se me hizo obvio: no eran imágenes de Ganímedes.
El primer dibujo mostraba un templo rodeado de jardines, que se extendía de forma horizontal en una meseta escalonada. El color naranja, que exhibía la luminosidad del cristal, le daba a los muros, las columnas y las escaleras un aspecto más precioso que el oro. Aunque las líneas (sobre todo en las aberturas y las cúpulas) eran de inconfundible factura ganimediana, podía afirmar, sin temor a equivocarme, que jamás había visto algo tan hermoso en el satélite que ahora pisaba. De hecho, tuve la impresión de que todo lo que había visto en mi vida no era más que un pequeño indicio de la cultura ganimediana, de la que aquellos dibujos eran un buen ejemplo.
En el segundo dibujo se apreciaba una ciudad en perspectiva. Había torres semejantes a cuernos espiralados, puentes que cruzaban barrancos, edificios de formas torneadas y amplias ventanas,  jardines colgantes, canales que se extendían como calles y sugerentes cascadas. Todo estaba dispuesto con tan buen gusto que era imposible no sentirse conmovido por la belleza que irradiaba. Para colmo, la paleta (ámbar, amarillo y anaranjado) reforzaba la sensación de estar presenciando un mundo definitivo que vivía más allá del tiempo. Recordé el mantra ganimediano: "el reino espera".  Supuse que el mundo que estas ilustraciones me mostraba, era la mejor explicación al satélite deshabitado que nos habían dejado los ganimedianos. En algún momento de su historia, ellos debieron utilizar los mandalas para transportarse a su "reino". En la última ilustración había algo que los investigadores habíamos esperado encontrar durante años: imágenes de los primitivos pobladores.
En el claro de un bosque de altos árboles, había seis seres, tres femeninos y tres masculinos, sentados a una mesa de piedra. Eran morfológicamente iguales a los seres humanos. Tenían junto a ellos una jarra y sendos vasos y, a juzgar por la expresión de sus atractivos rostros, se sentían felices. Sus vestimentas, túnicas blancas y sandalias, me recordaron a las de los antiguos griegos. Uno de los rostros me resultó familiar, al observarlo detenidamente vi que era Greil Sanders. Es posible, pensé, que el destino de este eminente antropólogo, así como el de Sergei Adamov y el de todos los humanos con un alto Índice de Percepción Estructural haya sido decidido mucho tiempo atrás. Tal vez fue el recurso que los ganimedianos idearon para atraer solo a quienes consideraban aptos para vivir con ellos.
—¿Encontró algún mandala, director? —preguntó Nusch a mi espalda.
—No. Hay tres dibujos en una carpeta rotulada como: El reino de Ganímedes.
—Él me había hablado de eso. Me describió los dibujos y es como si yo también los hubiese visto.
—Él los vio en sueños, ¿verdad?
—Sí.
—El hombre que está en el bosque es Greil Sanders —afirmé.
—Eso fue lo que me dijo Sergei. Greil fue el primero en ir a esa dimensión donde están ahora los ganimedianos.
—Parece un sitio... —dije concentrándome en el último dibujo.
—¿Perfecto?
—Sí, un paraíso o algo así.
—Es exactamente eso— admitió Nusch—: un paraíso. Greil Sanders le confió a mi marido que quería ir a ese sitio; cuando cruzó el portal debió hacerlo con una gran satisfacción.
—Pero no sucedió lo mismo con Sergei —pensé en voz alta.
—No. ¿Y sabe por qué, director? —me preguntó Nusch con un tono que indicaba que ella ya sabía la respuesta.
—Puedo imaginarlo —señalé, y me volví para observar a mi interlocutora.
En su mirada había una luz acuosa que no daba lugar a equívocos. No me sorprendió, lo extraño fue el darme cuenta de que ese brillo siempre había estado allí. Con un estremecimiento me vi obligado a admitir que esa tristeza no solo era anterior a la muerte de Sergei, sino incluso a la primavera en que se conocieron, aunque recién ahora se me revelara en toda su dimensión.
La posibilidad de un destino prefigurado en la mirada era algo descabellado, pero su lógica poética me sedujo. Y esto, considerando que yo había pasado años estudiando algoritmos, fórmulas matemáticas y estructuras complejas, no dejaba de tener su gracia.
Sergei debería haberse sentido atraído por la posibilidad de completar una estructura que le posibilitara el pasaje a un mundo mejor, pero no fue así. Prefería quedarse aquí.
—Nos amábamos —dijo Nusch como si pudiese leer mis pensamientos. Por primera vez su voz parecía quebrada.
—Lo sé, Nusch —expresé con un vacío en la boca del estómago.
Eso era todo, pensé. Un hombre no necesita más. Sergei estaba enamorado de aquella hermosa mujer, y ninguna promesa de un mundo alternativo y utópico podría  haberlo disuadido de separarse de ella. Recordé los entretelones de la política del comité, las guerras territoriales y todas las cosas que se mueven por el poder y el dinero, y pensé en cuán necesario era para el espíritu la existencia de aquel jardín en Nueva Kybartai.
—Mi consuelo —confesó ella, haciendo un esfuerzo por recuperar el aplomo de su voz —es que sé que ahora está en un buen lugar. Un mundo mejor.
Miré a Nusch. Seguía con la espalda recta y la cabeza erguida, y acaso parecía más noble y hermosa que nunca, porque ya había sorteado lo más difícil y ahora había decidido concentrarse en la certidumbre de que su esposo continuaba vivo en un reino paradisíaco. Así que después de estas palabras, aunque la pena no se había disipado, yo sentí que la atmósfera era más ligera, y Nusch y yo compartimos aquel silencio como si bebiéramos de una misma agua.
Al cabo de un rato, ella dijo:
—Llévese los papeles que necesite, director. Confío en su discreción para seleccionar solo aquello que sea relevante.
—Desde luego, Nusch. Tomaré los tres dibujos del reino de los ganimedianos.
—Bien.
—Aquí están los retratos que te hizo Sergei. Supongo que querrás conservarlos —le expliqué mientras colocaba la carpeta en sus manos.
—Sin duda. Aunque no puedo verlos, significan mucho para mí. Reconozco esta carpeta porque tiene un cordón más grueso que las otras —sonrió.
—Claro.
Luego ella me acompañó hacia la puerta de calle.
El cielo exhibía pinceladas de un azul profundo y la campiña comenzaba a sumergirse en la quietud que precede al sueño. La superficie del lago estaba tan inmóvil como a esa hora las aspas de los generadores eólicos.
Le dije adiós a Nusch y le di un beso en la mejilla.
—Si necesitas algo solo llámame —señalé.
—Estaré bien —afirmó.
Subí a la bicicleta y comencé a alejarme del jardín y de aquella mujer que nunca sabría lo hermosa que es. Al llegar a un cruce de caminos, la vi girar sobre sus pasos, meterse en la casa y cerrar la puerta. Luego aceleré la marcha y me fui respirando ese aire dulce y triste que, por las tardes, se apodera de las colinas de Nueva Kybartai.
                                                                                              
                                                                            Pablo Dobrinin